Leyendo las noticias sobre la exclusión de ciertos alimentos salutogénicos de la Canasta Básica Tributaria, me di a la tarea de averiguar más sobre los alimentos que sí están incluidos, así como los que no. Me quedó la impresión de que, en general, quedaron dentro una gran mayoría que lo merecen, y que, con buen tino, otro tanto quedó apropiadamente por fuera.
Así, podría decir que, aunque algunos alimentos que mi intuición me dice que deben estar dentro y no lo están, son muy pocos respecto a los que sí están —porque deben estarlo—; además, estoy bastante de acuerdo con la mayoría que quedó por fuera e, incluso, a muchos de ellos les subiría el impuesto, por ejemplo, las comidas y bebidas cargadas de azúcar, y a los productos a base de harinas procesadas y de grasas nocivas.
Con la pandemia causada por la covid-19, las más altas tasas de letalidad se observaron entre las personas con condiciones mórbidas de obesidad, diabetes mellitus (DM), hipertensión arterial (HTA), así como con historia de tabaquismo, además de ser hombres y en edad adulta mayor. Excepto la condición por sexo y edad (factores predisponentes), todos los demás son prevenibles.
Los datos de las encuestas para la vigilancia de los factores de riesgo cardiovascular que realiza la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) nos muestran preocupantes niveles de obesidad, DM y de HTA desde edades tan tempranas como los 40 años; ni qué decir de los mayores de 60.
Así, con la pandemia por la covid-19, de repente, algo en lo que los salubristas y epidemiólogos hemos venido haciendo énfasis desde hace décadas, se convirtió en una realidad que nos golpeó en la cara, y muy fuerte. Una sindemia, concepto sugerido por el antropólogo norteamericano Merrill Singer (1950), a mediados de los noventa, tomó cuerpo y fuerza: de los casi 6,6 millones de personas que han muerto por covid-19 en el mundo, un altísimo porcentaje cursaba con esas condiciones de comorbilidad.
Y, por si esa cantidad nos parece abrumadora, debo indicar que la misma Organización Mundial de la Salud estima en casi el triple ese número, tanto por causa directa como indirecta. ¿Se pudo prevenir tanta mortalidad? Sí, sin duda; pero no me refiero a las medidas anticovid-19, sino a la prevención de la obesidad, la DM, la HTA y el tabaquismo.
Prevención
Un aspecto esencial para prevenir esos males, que insisto de nuevo, son prevenibles, es trabajar desde la edad más temprana en los conocimientos, actitudes y prácticas (CAP) asociadas a la alimentación, la actividad física y a los estilos de vida saludables. De esto, no solo es responsable el Ministerio de Salud, la CCSS y el Ministerio de Educación, sino todos los actores del sector salud.
Por tanto, los gobiernos locales deberían procurar más espacios de acceso libre para la actividad física o el esparcimiento y, ojalá, que implementen programas integrales para todas las personas. Incluso, las mismas universidades, especialmente las públicas, podrían tener programas más agresivos y penetrantes de acción social y extensión, para mejorar la salud física y mental de las personas en todos los niveles y estratos, pero especialmente en los más desfavorecidos de la sociedad. Las plazas, los parques, los gimnasios municipales o nacionales deben estar más accesibles al pueblo.
No es de extrañar, entonces, que el exceso de mortalidad por la covid-19 afectara más fuertemente a países de bajos ingresos y, dentro de ellos, a las personas que ocupan los primeros quintiles de ingreso, o sea, los más empobrecidos y vulnerables de la sociedad.
Una pandemia infecciosa, la covid-19, se sumó a otras pandemias previamente establecidas (obesidad, diabetes, hipertensión) y, por qué no, la pobreza. Esta última, que desde la epidemiología social y la epidemiología crítica se estudia como una condición casi predisponente, demostró que su sola presencia agudiza los problemas de salud y, con ello, de la sostenibilidad de las poblaciones y de los países. Parecerá trillado, pero no hay mejor manera de reducir la pobreza que aumentando la calidad de la educación y elevando su alcance real y efectivo a toda la población susceptible de recibirla.
Se atribuye a al filósofo alemán Ludwig Feuerbach (1804-1872) la frase: “El hombre es lo que come”, dentro de un texto en que cuestiona la filosofía clerical del momento de que lo más importante era alimentar el alma, no así el cuerpo. Yo, a esa frase, y si se me permite el atrevimiento, añadiría: “y lo que hacemos”. De ese modo se leería: La persona es lo que come y lo que hace; entonces, respondiendo a una simple dicotomía, la persona también será lo que no come y lo que no hace.
Los gobiernos pueden decidir si se inclinan por recaudar impuestos hoy a costa de cualquier bien y servicio, con impuestos más o menos fuertes, o, por otro lado, facilitar el acceso a alimentos y prácticas salutogénicas con efectos a mediano y largo plazo. Una sociedad más sana es una sociedad más productiva; se formaría, así, un círculo virtuoso de amplio rédito para un futuro no tan lejano, máxime cuando nuestra población se está moviendo a tener más personas en los estratos etarios más altos.
Si queremos una población más sana y productiva, si deseamos tener más adultos mayores saludables, que dependan menos de servicios especializados de salud, que representen menos inversión social en pensiones por invalidez, que tengan más pero mejor vida, el trabajo empieza hoy. De paso, no estaría mal que, quienes trabajamos en el sector de la salud pública, demos el ejemplo sobre actitudes y prácticas saludables en todos los ámbitos: se supone que el conocimiento ya lo tenemos. Al fin y al cabo, en buena parte, somos lo que comemos y lo que hacemos, ¿o no?
El autor es profesor de Epidemiología en la UNA desde hace 20 años. Ha publicado unos 140 artículos científicos en revistas especializadas.