Me di de bruces con una foto del pueblo de principios de los años cincuenta; sepia, tostada por el paso del tiempo. Me la entregaron sin añadir palabra, lo que acentuaba la impresión de inquietante soledad, fiel a la imagen del lugar que guardo en la memoria.
En esos días, nadie salía a la calle de noche porque sí. Ni siquiera lo hacían, como se cuenta de otro sitio en cierta historia, los amantes, las prostitutas, los nocheros, los poetas o los locos, porque nada de eso había.
Además, solo muy de vez en cuando alguien se dejaba ver durante el día; los hombres trabajaban fuera, en la ciudad o en los cafetales; las mujeres, en sus casas; y los niños fantaseábamos jugando en los patios traseros con lo que teníamos a mano.
Cuando no más tuve uso de razón, comencé a leer y releer novelas indiscriminadamente porque nadie fijaba límites a lo poco que encontraba abandonado por ahí. Solo mucho tiempo después empecé a advertir cuánto acertaba Simenon cuando escribía que leer según qué novelas viene a ser como mirar por el ojo de la cerradura y descubrir qué está haciendo y pensando el vecino.
Mientras tanto, leer era imaginarlo todo sin acertar nunca con nada: las grandes ciudades, los ríos enormes, la selva inextricable, el mar; además, esos templos descomunales como aquel por donde se paseaba Quasimodo, el jorobado de Nuestra Señora, entre gárgolas espeluznantes, en un París incomprensible desfigurado por la luz de las mínimas cosas que había en el pueblo, las únicas que yo conocía.
A partir de aquella foto, como saliendo poco a poco de ese estrecho espacio, comencé a penetrar en otros mundos más dilatados, más poblados, más vertiginosos, más alucinantes; en retrospectiva, me parece que me he ido desplazando a tientas, o al buen tuntún, o aprendiendo a conocer el mundo por tanteo y error.
Milan Kundera escribió que seguimos siendo niños durante toda nuestra vida, porque una vez tras otra se nos va enfrentando a nuevos conjuntos de reglas que exigen ser descifradas.
¿Qué he aprendido desde entonces? No demasiado: que como decía el parlamento de una película ya olvidada, el dolor ajeno es fácil de soportar, que la vida aprieta pero no ahoga y que hay que disfrutar de los buenos momentos donde y cuando se presenten.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.