Hace poco, La Nación publicó que para la subjefa de la Sección Penal Juvenil del Organismo de Investigación Judicial el “repentino” regreso a las aulas generó temor e inseguridad en el estudiantado y que se incrementaron contravenciones, tales como agresiones y amenazas, y las acciones delictivas, entre estas, hurtos, lesiones y amenazas graves y tentativas de homicidio.
También creció el consumo de drogas, el ciberacoso y la distribución de pornografía infantil. La funcionaria considera que la vuelta a clases presenciales, después de prácticamente dos años de confinamiento debido a la covid-19 “influyó en el aumento de los casos de violencia en los centros educativos”.
Difiero radicalmente de la perspectiva de la funcionaria del OIJ, y me preocuparía que represente el enfoque de esa y otras instituciones estatales. En primer lugar, la violencia juvenil es un fenómeno multicausal; es desafortunado reducir el “aumento” a una sola variable como sería, según esta hipótesis, el regreso a clases.
Es confundir la causa con los efectos: el regreso a las aulas ha permitido que se manifiesten situaciones de violencia subyacentes, quizás reprimidas, y que, por ende, ahora sí sean detectadas por el aparato público.
Durante dos años no las vimos, precisamente porque los jóvenes no estaban en los colegios debido al cierre de centros educativos impuesto por la administración Alvarado Quesada. Durante casi dos años, la población que asiste al sistema educativo público fue mantenida fuera del radar institucional, a pesar de que pocos meses después del inicio de la pandemia se reportaron evidencias suficientes de que escuelas y colegios no eran focos significativos de transmisión; no obstante, también, que no se contaba con conectividad y equipamiento en los hogares que contribuyeran a preservar la vinculación del alumnado con la escuela o colegio y con su comunidad estudiantil.
Pérdidas debidas al cierre de escuelas y colegios
Mientras en Oceanía y Europa se reabrió tras un plazo de entre dos y cuatro meses desde el inicio —y hubo cierres puntuales y temporales en localidades durante picos de contagio—, en Latinoamérica —salvo Uruguay— se decretaron los cierres más prolongados del planeta. Con ello, no solo se privó a millones de estudiantes de aprender nuevos conceptos y destrezas, sino que se les hizo perder conocimientos y habilidades que ya habían adquirido.
El largo aislamiento causó un grave problema social adicional al rezago académico, al impedir al estudiantado experimentar la socialización tan necesaria en esa etapa de su desarrollo socioemocional.
Algunas de las habilidades perdidas afectaron la capacidad de convivir con sus pares, resolver conflictos, tomar decisiones, trabajar en equipo, negociar, tolerar las diferencias, controlar los impulsos y prepararse para el mundo del trabajo. Lo anterior contribuyó a exacerbar la violencia visibilizada en el momento en que se reabrieron las aulas en este curso lectivo, pero no es la única causa.
Hace unos meses, el Dr. Alberto Morales Bejarano publicó en estas páginas parte de los resultados de una investigación cuyos datos son descorazonadores sobre nuestra juventud. Morales concluye que “si bien la pandemia produjo una alteración en los procesos de socialización, a consecuencia del aislamiento, y hubo un incremento de la ansiedad y depresión, producto del estrés crónico, subyacen otras razones más relevantes en las que habría que profundizar si pretendemos entender el fenómeno de la violencia escolar”.
Costa Rica no está sola en esto, pues el fenómeno de la violencia juvenil pre y pospandemia es un mal común en el continente. Los datos son escalofriantes: los jóvenes latinoamericanos —en su mayoría hombres— se ven envueltos en actos de violencia y delincuencia como autores, víctimas o testigos, en mucho mayor medida que los de cualquier otra región del mundo.
Interrupción de servicios durante el confinamiento
Por otra parte, el cierre de escuelas interrumpió una pieza central en la cadena de suministro de servicios sociales, explica un reciente reporte del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Los centros educativos, “más que cualquier otro lugar, son centrales en la vida de las familias y las comunidades ya que es el lugar donde se articulan diversos servicios sociales”, agrega el reporte, en referencia a las vacunas, los comedores escolares, las transferencias estatales a menores de escasos recursos, el apoyo pedagógico y psicosocial, entre otros.
Por ejemplo, hasta el 2019, los Ebáis llevaban a cabo una intervención anual en las escuelas para efectuar un tamizaje básico de salud en talla, peso, vista, oído, etc. Ese servicio tan fundamental aún no se restablece, por lo que estamos acumulando tres años de no medir la salud básica de la población menor de edad.
Al mismo tiempo, el distanciamiento social creó un hueco de dos años en que el Estado no estuvo presente para detectar y dar contención a la población joven en otros aspectos fundamentales: signos de abandono y violencia en el hogar o en la comunidad y riesgos de caer en delincuencia, consumo de drogas y alcohol, embarazo adolescente, afecciones mentales, ciberacoso, etc.
Abordar la problemática socioemocional de la niñez y la adolescencia es tan urgente como atajar y revertir, en lo posible, el apagón académico. El Liceo Diurno de Guararí brinda un ejemplo de manejo de la violencia estudiantil digno de imitar en todo el sistema educativo.
Gracias al liderazgo de Alexandra Bustos Böcker, directora del colegio ubicado en una zona de gran vulnerabilidad social, un grupo de estudiantes se sintieron movidos a convertirse en gestores de paz.
Nueve jóvenes empezaron el proyecto Estudiantes Unidos por la Paz, al que se sumaron cerca de 70 estudiantes que decidieron tomar en sus manos la resolución de conflictos dentro del colegio. El grupo se capacitó para vigilar y canalizar adecuadamente la violencia dentro de su centro de estudios; sin duda, los beneficios se derramarán hacia fuera del liceo, sobre la comunidad de Guararí.
Este caso debería ser estudiado por el Ministerio de Educación para replicarlo en el país con apoyo de los Ministerios de Cultura y Juventud, Justicia y Paz y el Icoder, entre otros, y recurrir a alianzas con oenegés dedicadas a dar apoyo a la educación, con el fin de crear un gran contingente juvenil de gestores de paz. Contar con un entorno educativo seguro es fundamental para el aprendizaje y para el desarrollo socioemocional.
Esta tarea sería un complemento valioso de la impostergable necesidad señalada por Morales Bejarano, de investigar a fondo las múltiples causas de la violencia. La urgente obligación del Estado es construir una estrategia interinstitucional para abordar dichas causas de manera integral.
La autora es administradora pública y activista cívica.