Recapitulemos: entre agosto y octubre de 1989, el país dio un importante paso en la configuración del sistema político. Creó una jurisdicción especializada para asegurar la fuerza jurídica de la Constitución, la supremacía de sus normas y principios, y del derecho internacional y comunitario vigente.
En aquel momento, apartados de una situación regional convulsa, en el país había confianza en que se podía fortalecer una democracia ventajosa como la nuestra, florecida en un medio ancestralmente hostil a ese sistema, y que esto podía lograrse reforzando institucionalmente lo que un connotado jurista llamó “la voluntad de vivir en constitución”.
Entre nosotros, que yo recuerde, la Constitución en particular y la legislación en general no se percibían como derecho impeditivo, aunque la Constitución y la legislación, sobre todo la primera, fija límites esenciales para la práctica de las diferentes modalidades de ejercicio del poder público.
De nuestra Constitución podría decirse, como de otras, que es sin duda una estructura grande y pretenciosa. Así, por ejemplo, predica desde el principio que Costa Rica es una república independiente, que la soberanía reside en la nación, que ninguna persona o reunión de personas puede asumir la representación del pueblo ni hacer peticiones a su nombre. Dice del gobierno que ninguno de los poderes que lo conforman puede delegar sus funciones propias, pero tampoco asumir las que no le han sido encargadas o interferir con ellas.
Como se ve, estos postulados, en particular el último, son suficientes para justificar una actividad orgánica o institucional atenta a sus propios límites, reservada y contenida, y en consonancia con ella, una legislación restrictiva.
Pero más allá de lo orgánico, la Constitución es sustancialmente propositiva, requiere la intervención activa de los poderes públicos y de instrumentos eficientes puestos a su disposición, y, en consecuencia, de una legislación acorde con esta exigencia. Por ejemplo, en una de sus disposiciones más demandantes dice que el Estado procurará el mayor bienestar a todos los habitantes, cosa que difícilmente se concilia con abstención y reservas que obstaculicen la consecución de fines públicos adecuados para cumplir esa demanda, o con dispositivos que privilegien finalidades de otra naturaleza realizables por cauces diferentes.
En suma, la regulación legal corroe las ventajas de “vivir en constitución” si potencia más de lo razonable la versión impeditiva del derecho: obviando, por caso, el cambio de los tiempos.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal