La expectativa de vida aumentó para la población en general. Hasta en los países más pobres hubo un incremento en las últimas cinco décadas, aunque no en la misma magnitud.
Hay grandes diferencias entre regiones, dentro de las regiones e incluso dentro de los mismos países. La expectativa de vida no es igual según los deciles de ingreso, el estado del empleo, las condiciones de vida y donde se vive, incluso, aunque todo lo anterior sea similar, hay diferencias por sexo, y son mayores con respecto a las mujeres.
La pregunta para qué vivir más viene aparejada de cómo deseamos que sean esos años de vida extra. Pareciera lógico pensar que la respuesta a la primera sea un rotundo sí, y que a la segunda nuestra reacción inmediata sea decir que queremos la mejor vida posible.
Los sistemas de salud parecen estar logrando el primer cometido: mayor longevidad; no obstante, la evidencia apunta a que lo segundo es casi una quimera.
Hablar de la mejor vida posible entraña varios “depende de”, pues estará en función de las realidades y aspiraciones de cada uno. Es muy probable que, en promedio, signifique tener paz interior, buena salud y las necesidades básicas satisfechas, una especie de vida al estilo de la melancólica Caña dulce, de José Joaquín Salas.
Al analizar esas tres grandes aspiraciones, estaremos de acuerdo con que la paz interior dependerá de cubrir antes las otras dos. Según datos del INEC, en el 2022, casi una cuarta parte de nuestra población, la que se ubicaba bajo el umbral de pobreza, quedaría excluida.
Esta, en un alto porcentaje, excepto por las mujeres embarazadas, los niños, las personas discapacitadas y los adultos mayores, no tienen acceso al seguro de salud. El problema se amplía debido a la creciente informalidad, con significativas diferencias según región, edad y sexo.
La condición de vulnerabilidad causada por la escasez de políticas públicas a mediano y largo plazo para la movilidad social ascendente reduce a casi cero las probabilidades de poseer una vivienda digna, alimentarse sanamente y recibir educación de calidad y servicios de salud.
Condiciones difíciles
Más bien, como lo muestra el coeficiente de Gini, la inequidad y la desigualdad se incrementaron en las últimas dos décadas. Las probabilidades de cumplir esta aspiración se alejan cada vez más, en especial, cuando casi el 40 % de nuestra población no ha completado la educación secundaria, dato que posiblemente crezca, dado el preocupante índice de deserción escolar, que solo en el 2022 alejó a 30.000 alumnos del sistema educativo.
Gozar de una buena salud depende de lograr vivir en ambientes que favorezcan condiciones y estilos de vida saludables, y tener al alcance vivienda digna, comida saludable y espacios públicos y privados que ayuden a mejorar nuestra salud.
Sin embargo, en vista de las condiciones socioeconómicas descritas, la posibilidad de conseguir alimentación saludable, vivienda digna, servicios públicos y básicos de saneamiento ambiental, y medicina preventiva, atención de la enfermedad, las lesiones o las condiciones especiales es una realidad cada vez más lejana para casi la mitad de nuestra población.
De ese modo, será muy difícil alcanzar la paz interior. Muchos dirán que esa paz no depende de las condiciones materiales. Yo pienso que sí. No creo posible poseerla si la persona no tiene certeza de poder dar de comer a la familia, de tener trabajo mañana, de poder recurrir a servicios de salud cuando sienta una dolencia, etc.
En un artículo anterior, me referí con datos a cómo los trastornos mentales aumentaron en nuestra población, especialmente en la económicamente activa, lo que amarra muy bien con los elementos hasta ahora presentados.
Sumado a lo anterior, la prevalencia del tabaquismo llega a más del 10 % y el sobrepeso y la obesidad tienden a aumentar, incluso desde la primaria, y se agudiza en la adultez. Además, las enfermedades crónicas no transmisibles, como diabetes e hipertensión arterial, afectan a una amplia cantidad de personas mayores de 40 años.
Muchísimos trabajadores deben invertir cientos o miles de horas anuales en movilidad entre su residencia y el trabajo, lo que supone malos hábitos de alimentación, escasez de horas de sueño y sedentarismo obligado. Un escenario en que el resultado final podría ser la extensión de los años de vida, mas no sin enfermedad o discapacidad. Años vividos de más, dicho sea de paso, con gran dependencia de medicamentos y tratamientos con un elevado costo personal y social, o por la imposibilidad de trabajar.
Pensar en el futuro
Quien llega a la vida adulta con una salud precaria deja de producir y afecta la producción de sus cuidadores, un odioso círculo de efectos negativos. Los programas de asistencia social serán una tabla de salvación de escasa eficacia si no logran cambiar, de forma sustancial y definitiva, la realidad. Además, los programas de mayor impacto son los que se tornan en inversión: educación de calidad, vivienda digna, estilos de vida saludables y atención primaria de la salud.
Hay un elemento transversal: la educación de calidad. No importa dónde, cómo o cuándo, contar con una educación de calidad es el mejor seguro para una vida en condiciones dignas. No hablo solo de formación académica, sino también para la vida. Nada garantiza que los títulos universitarios deriven en estilos de vida saludables.
Desde la determinación social de la salud, las condiciones que he mencionado como necesarias para tener una vejez con calidad requieren políticas públicas dirigidas a la salud. Personas sanas producen más, consumen más, pagan más impuestos y dependen menos del Estado. Sale más barato prevenir que curar y es más rentable para las personas y la Hacienda pública. Espero que nuestros gobernantes, los de ahora y los que vienen, lo tengan así de claro; aunque da la impresión, a veces, de lo contrario.
Vivir más años, ojalá bien. De otra forma, parafraseando a mi mamá, será como recibir confites en el infierno.
El autor es profesor de Epidemiología en la UNA desde hace 20 años. Ha publicado unos 140 artículos científicos en revistas especializadas.