La aplicación de la ley de empleo público, aprobada por una amplia mayoría de 39 votos en el cuatrienio pasado, ha recorrido un camino tortuoso.
Su objetivo principal es eliminar las grandes disparidades salariales existentes en el sector público, esto es, que dos funcionarios que desempeñan el mismo trabajo devengan salarios muy distintos. Diferencias que provienen de los pluses que recibe cada uno, dependiendo de los años que tengan de laborar en el sector público, el nivel de educación, las capacitaciones que hayan recibido (aunque no mejoren su desempeño) o en qué institución trabajen.
Las diferencias en pluses son tremendamente difíciles de administrar, por lo que se prestan para “errores” en las remuneraciones pagadas. Además, promueven la ineficiencia operativa del aparato estatal. Los empleados jóvenes, con pocos años de experiencia, tienden a recibir un salario más bajo que el que podrían obtener en la empresa privada, mientras que los que acumulan muchos años de labor en instituciones del Estado devengan un salario mucho mayor que el que recibirían si tuvieran que salir a buscar un puesto en el sector privado.
Como era de esperar, hace unos seis meses la Contraloría General de la República salió a abogar por la pronta aprobación del reglamento de la ley de empleo público. Argumentaba, en ese momento, que la aplicación de la ley sería fundamental para controlar la disparidad de salarios en las instituciones cobijadas por la norma.
Pero, curiosamente, ahora que ya hay reglamento, elaborado por el Mideplán, la Contraloría busca la manera de zafarse del peso de la ley. Sale a decir que todos sus funcionarios ocupan puestos clasificados como “exclusivos y excluyentes”. O sea, alega que sus choferes, secretarías o conserjes, por ejemplo, llevan a cabo un trabajo muy diferente al que realizan los choferes, secretarias o conserjes de las demás instituciones públicas.
Esta matráfula de la Contraloría también la utilizaron otras instituciones, como las universidades y la Caja. Con ello, pretenden perpetuar el dañino esquema de remuneraciones diferenciadas que, precisamente, la ley pretende eliminar.
Es una lástima que la Contraloría, entidad que se supone se encarga de controlar que las demás instituciones estatales utilicen adecuadamente los fondos públicos, haya tenido este cambio radical de opinión. Y ahora, ¿quién nos va a defender?
El autor es economista.