Cuando los educadores suspendieron la huelga para descansar de la ardua labor de no trabajar, el 50 % de los centros educativos habían estado cerrados durante casi tres meses. Alrededor del 70 % de los docentes se unieron al paro, lo cual nos costó a los costarricenses el desperdicio de más de ¢2.200 millones diarios, ¡diarios!
Los comedores perdieron ¢200 millones al día. Más de 90.000 menores se quedaron sin esa comida, que es para muchos la única completa del día. Disponibilidad de alimentos y niños con hambre, una injusticia que no debió cometerse nunca.
El ministro de Educación y el presidente, Carlos Alvarado, llamaron insistentemente a los maestros a retomar las clases. La prensa y la opinión pública fueron implacables.
Los docentes recibieron infinidad de señales de que debían volver a su trabajo. Todo fue inútil. Solo la llegada de las vacaciones reglamentarias los hizo suspender el paro.
Materia sin cubrir, notas sin entregar, reportes incompletos… En las vidas de miles de estudiantes quedó un hueco del tamaño de un trimestre; un hueco de nutrición académica y emocional cuyo daño quizás pueda ser paliado, pero nunca totalmente subsanado. Como suele ocurrir, los estudiantes más pobres, los de las zonas alejadas, fueron los más afectados.
Por la prensa vimos marchas, piquetes, cierres de escuelas y colegios, bloqueos de carreteras y maestras bailando zumba frente a la Asamblea Legislativa; otros prefirieron viajar. Para quienes pueden pagar educación privada o para quienes no tenemos hijos en edad escolar, esas noticias fueron indignantes. Me pregunto qué sentían las mamás y los papás de los miles de niños que se quedaron sin recibir clases y sin almuerzo.
¿Hubo indignación y reclamo de esos padres de familia? Una que otra nota de prensa reportó las complicaciones sufridas. Numerosas mamás perdieron días de trabajo para cuidar a sus niños o debieron pagar por su cuidado; muchas gastaron sumas prohibitivas en tutorías para que sus hijos no se atrasaran en el proceso de aprendizaje. Algunos progenitores tuvieron que seguir pagando el servicio de transporte escolar aunque no hubiera clases.
Sin embargo, no los vimos alzar la voz con la contundencia que ameritaba el gran daño que causó la huelga a sus hijos. No vimos grupos de madres y padres organizarse y movilizarse contra la huelga, como sí los vimos contra las guías de educación sexual del Ministerio de Educación (MEP) a fines del 2017 y a principios de este año.
Abrieron páginas y grupos muy activos en las redes sociales y media docena de progenitores presentaron, aunque sin éxito, recursos de amparo contra los manuales de educación sexual. En febrero del 2018, varios grupos de padres opuestos a la enseñanza de las guías bloquearon el ingreso a centros educativos e incluso tuvieron un pulso con la entonces ministra de Educación, a quien forzaron a negociar.
Paradoja. La educación sexual es, sin duda, una materia fundamental que debe ser manejada con prudencia y tomando en consideración a los padres de familia. Si bien no estoy de acuerdo con recurrir al cierre de escuelas, me parece comprensible que aquellos quienes no se sintieron a gusto con la forma como dichas guías abordaban la afectividad y la sexualidad manifestaran su desacuerdo.
Lo que no entiendo es por qué no se movilizaron con la misma fuerza cuando el derecho básico de sus hijos a recibir educación fue atropellado sin reparos por sus propias maestras, o cuando el derecho a prepararse adecuadamente para el bachillerato fue mancillado por los profesores quienes debían acompañarlos en ese reto.
Supe que en los lugares donde el nivel de organización comunitaria es mayor el cierre de colegios y el ausentismo de los educadores fue menor. Evidentemente, en las comunidades organizadas el sentido de pertenencia y el tejido social son más fuertes, lo cual aumenta la capacidad de prevenir y resolver los conflictos, así como de mitigar sus consecuencias cuando se presentan.
No obstante, aun en comunidades no tan integradas, es incomprensible que los padres no colaboraran entre sí para hacerse sentir, que no hayan creado grupos en las redes sociales, que no presentaran masivamente recursos de amparo por el cierre de escuelas y comedores, que no se mantuvieran en vigilia frente a las casas de las maestras en paro, que no se plantaran ante las sedes sindicales o frente a los centros educativos exigiendo su apertura.
Es incomprensible que se resignaran a que no hubiera desfile de faroles el 14 de setiembre y no hicieran una cadena humana para garantizar el paso de los estudiantes con la antorcha a lo largo de la ruta recorrida ininterrumpidamente durante decenios.
Agente movilizador. En un país donde no hay confederaciones de padres de familia a escala cantonal, provincial o nacional, la movilización es un reto y requiere no solo de un hecho detonante (la huelga), sino también de un agente movilizador.
En contra de la huelga no hubo un agente movilizador de las familias, como en el caso de la lucha contra las guías sexuales, en que las Iglesias católica y evangélica, asociaciones afines a estas y varios diputados, auspiciaron la organización y la lucha. Pero ¿por qué no se aprovecharon esas redes ya creadas para coordinar su oposición a una huelga que afectó gravemente a sus hijos?
Hay varias respuestas posibles. Quizás, algunos padres estaban de acuerdo con la huelga, ya sea porque son funcionarios públicos, porque están emparentados con alguno de los 80.000 docentes o porque fueron persuadidos de que el daño de perder lecciones era menor al supuesto daño del plan fiscal (cuyo contenido era desconocido por muchos padres y madres). Por otro lado, imagino que a tantas mamás que sobreviven cada día con las energías mínimas para llevar el sustento a sus hogares tan solo les queda voz para encargar a sus niños más grandecitos cuidar de los menores.
Pienso en aquellas cuyos hijos tienen becas, que tal vez ven la educación como un regalo y no como un derecho que pueden exigir. Podría ser que padres y madres no valoren tanto la educación; quizás ellos mismos no la completaron o son la cola de la generación perdida de los años 80, a quienes la crisis expulsó del sistema educativo y ven con normalidad la pérdida de lecciones.
¿Será que esa inacción es producto precisamente de que la educación que vienen recibiendo los costarricenses hace décadas es de mala calidad, lo cual les impide comprender la gravedad del daño causado por tres meses perdidos?
Ante el anuncio de próximas huelgas de maestros, esto amerita una investigación científica. Debemos entender con profundidad y certeza a qué se debió la pasividad de decenas de miles de padres de familia ante la violación de uno de los derechos fundamentales de sus hijos, para remediarlo.
La autora es profesora universitaria.