Nicolás Maduro perdió la batalla de la Organización de Estados Americanos (OEA). Ya no es solo Luis Almagro, el secretario general de la institución, quien exige la suspensión de los comicios fraudulentos pautados para abril por la dictadura de Maduro, ahora postergados hasta mayo. Esta vez lo acompañaron en la petición 19 países directamente, 8 indirectamente (los que se abstuvieron), más los 2 que no acudieron.
Objetivamente, las abstenciones y las ausencias funcionaban a favor de la moción de los 19 acaudillada por Jorge Lomónaco, embajador de México en la OEA. Entre las abstenciones estaban Ecuador, Nicaragua y El Salvador, tres países que figuraban como parte del circuito del socialismo del siglo XXI, una red de naciones que repetían las consignas chavistas dirigidas por Caracas y La Habana. Giro que demuestra el fin sin gloria de esa alianza como consecuencia de la debacle venezolana y la decrepitud de una revolución cubana que pronto cumplirá 60 años “hasta el fracaso siempre, Comandante”.
Votaron ardorosamente en contra, la propia Venezuela, la Bolivia de Evo Morales, quien prepara su fraude electoral en el 2019 contra la voluntad del país, reflejada en un inútil referéndum y en una inservible Constitución, dos islotes caribeños estomacalmente agradecidos (Dominica y San Vicente y las Granadinas), más Surinam, una excolonia holandesa cuyo presidente, Desiré Bouterse, es padre y maestro de Nicolás Maduro, un viejo militar golpista, acusado y reclamado por las autoridades de Holanda por tráfico de drogas y el asesinato de opositores.
Aferramiento. Ante esa derrota diplomática el régimen de Maduro no se arredró. Sacó pecho, invocó gallardamente la soberanía, acusó de traidores a los gobiernos latinoamericanos plegados a la CIA y continuó aferrado a la fecha elegida para perpetrar el fraude, aunque ahora la ha pospuesto un mes.
Sencillamente, Maduro y su camarilla no van a entregar el poder. Tienen entre un 10 % y un 12 % de apoyo popular, pero esa exigua cifra incluye a narcomilitares, narcopolicías y a los narcomatones de las pandillas armadas, suficiente gente de rompe y rasga para mantener el control sobre una sociedad que muere de hambre y de enfermedades curables, o huye hacia las fronteras desesperada.
¿Cuál es el próximo paso? La cita es en Lima, el 13 y 14 de abril, con motivo de la Cumbre de las Américas. Muy probablemente, las naciones ahí reunidas le reiteren sus críticas a Venezuela, pese a que Maduro ha sido excluido basándose en una resolución aprobada en Quebec en el 2001 que eliminaba del cónclave a los gobiernos dictatoriales. No obstante, los regímenes venezolano y cubano movilizarán a sus partidarios para aguarles la fiesta a las naciones democráticas. Habrá manifestaciones teledirigidas, disfrazadas de reclamos espontáneos, en las que no faltarán los pueblos indígenas o los fotogénicos “verdes”.
Y después, ¿qué viene? No creo que mucho. Un rasgo fatal de las democracias latinoamericanas es la falta de una política exterior con garra. Solo existió, muy parcialmente, a mediados del siglo pasado, con la Legión Caribe, creada por José Figueres de Costa Rica, Juan José Arévalo de Guatemala, Ramón Grau-Carlos Prío de Cuba y, en menor grado, Rómulo Betancourt de Venezuela, encaminada a luchar contra los espadones de derecha, pero se empantanó tras el esfuerzo de liquidar al dominicano Rafael L. Trujillo desde Cuba, abortado por presiones norteamericanas en 1947.
Medidas insuficientes. Estados Unidos, naturalmente, continuará señalando malversadores y narcotraficantes venezolanos, impondrá sanciones económicas contra el régimen de Maduro, y es probable que otros países latinoamericanos y de la Unión Europea hagan lo mismo al discreto reclamo de Washington, pero esas medidas serán eficaces en privar de recursos a Venezuela, mas no servirán para desalojar del poder al dictador y a sus 40 (mil) ladrones, como se demuestra en Corea del Norte y Cuba.
Ese objetivo requeriría la voluntad de utilizar la fuerza –como ha hecho Cuba sistemáticamente– o como hizo Estados Unidos durante varios episodios de la Guerra Fría, pero entonces existía el incentivo de evitar que la URSS continuara expandiéndose. Hoy, y desde Bill Clinton, prevalece la actitud de arruinar totalmente a los países enemigos, a la espera de que el golpe final se produzca internamente o que esas naciones evolucionen voluntariamente hacia un cambio de régimen.
A mediados de la década de los 90, cuando Cuba, otra vez, perpetró una nueva agresión demográfica contra Estados Unidos y decenas de miles de balseros fueron lanzados al estrecho de Florida, recuerdo que le pregunté a un importante político norteamericano por qué no respondían militarmente, en un momento en el que incluso Rusia estaba dispuesta a ayudar. Me dijo: “Cuba ya no es un peligro. Es una molestia. Es un país podrido cuyo gobierno caerá solo”. De eso hace un cuarto de siglo. Me temo que con Venezuela ocurrirá lo mismo.
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Carlos Alberto Montaner es periodista y escritor. Su último libro es el ensayo “El presidente: manual para electores y elegidos”.