Yo que fui medio huérfano y algo así como un super sobrino de todas las tías posibles, probables e imaginables de una familia grande, pero rara y dispersa, el aserto, tan repetido en estos días prematernales y comercializables, me es absurdo: ¿como madre solo hay una? Qué va. Uno tiene las madres que le da la gana, que puede o que la vida le regala.
Más de una vez he estado a punto de proponer que en Costa Rica sea como en España y que uno pueda escoger a los 18 años entre el apellido del padre o el de la madre. ¿Sacrilegio? En una sociedad como la nuestra, donde uno de cada cuatro niños es de padre desconocido, la paternidad es irresponsable y la madre es "doña toda" --padre, madre, día y noche--, sería una justicia.
Mi madre y mi tía quedaron sin padre muy niñas y se criaron entre los Freer. Están vivas porque fueron Freer y no solo Zúñiga y por eso siempre he sentido que mi segundo apellido debería ser la huella de esas dos heridas aún abiertas: Zúñiga-Freer. Yo no tuve mejor suerte y si soy Cortés es casi que por un azar del Registro Civil así como mi padre, Eddy Cortés, legalmente era Ramírez, por recovecos de la vida breve.
Yo elegí o la vida eligió por mí dos madres más porque sí, porque me hicieron falta y uno debería tener siempre a la mano una, por si acaso, porque las madres van transformándose desde la caricia amniótica de los meses prenatales y el "sana, sana, culito de rana" primigenio hasta la serena amistad del último beso. Yo no tuve madre sino madres, entre tías y primas grandes, sin las cuales no hubiera podido vivir y no puedo vivir --Tita, Duly, Sandra--, y los hilos del corazón, de por sí complicadísimos, se me vuelven una madeja, ¡uf!, de enredos y volteretas.
Pensando en que el corazón es un músculo bastante elástico, pero muy selectivo, opté por una madre para cada época de mi vida y santo remedio.