Ahora, donde usted me ve, apenas puedo oír el zacate disciplinado por la cortadora y casi adivino el pasillo de cemento y la tapia que se recuestan al sur. La mañana ya es de todos y muy pocos notan mi presencia, lo que en realidad quedó de mí: una ancha raíz descabezada. En un par de horas, los gordos 4x4, las camionetas y varios carros de diferentes tipos y marcas tomarán la curva a unas cuartas de mi empeine.
Yo soy (¿o debo decir fui?) el roble sabana que miraba de arriba las casitas de la vecindad. Todavía no era el árbol cautivo de este edificio que hoy despide tufo de hamburguesa, fritangas y un vaho de prisa que no es lindo.
Yo alfombraba el sitio, meses atrás, de flores rosadas y de semillas que partían al capricho del viento; y tengo que admitir que, antes de apostarme en San Rafael de Escazú (en “la milla de oro” según los tasadores), formé parte de aquel viento y de su albedrío, hasta que arraigué en un jardín y me puse de pie.
¡Ahí vino la fiesta! Porque algo dentro de mi cuerpo empezó a temblar, a dispararse a ritmo de júbilo, de “estirón” que ansía el cielo con ese ritmo único que traen las lluvias de julio. Allá y entonces, logré una altura imprevista, y me crecieron ramas y hojas, y el verdor atrajo buenos amigos: el colibrí, la abeja, algún pájaro, las viejas hormigas...
Confieso haber sido feliz, mientras espiaba desde mi copa a los niños admirados que me ofrecían sus ojos del tamaño de bellotas. Supe, igualmente, que me llamo roble sabana, porque las madres me nombraban así ante sus hijos.
Para que no se repita. Me resulta difícil calcular mi edad: 45 años, digamos. Después del estirón, tuve un desarrollo despacioso y arribé luego a una quietud duradera, contemplativa. El tiempo de un árbol no se mide con relojes y calendarios, no, se parece a un recuerdo que va y viene y nunca nos abandona.
Yo gocé de una dicha nada común: la de reconocer detrás del gesto, la forma de las manos o cualquier nimiedad de un adulto mayor al chico que antaño jugaba en los patios familiares, el cabello hirsuto, el culito a la intemperie y las rodillas coloradas.
Los robles de la comunidad me consideraban el vigía, dado que mis cerca de 15 metros de estatura podían otear el caminito estrecho al corazón del barrio Villa Delfina; y los hombres agradecían mi sombra de ida y vuelta a sus ocupaciones.
A comienzos de año, experimenté la terrible desgracia. Mi savia dejó de circular, las venas colapsaron y una sensación que jamás había tenido, la de secarme minuto a minuto, me invadió de afuera hacia el centro, a la manera de una sustancia letal.
Fue grande mi sufrimiento. Una cuadrilla de hombres llegó una tarde, el 28 de agosto pasado, se me acercó y penséque venían a curar mi mal. Un grupo de vecinos observaba. Mi amigo don Jorge Mario resistía la intromisión, tomaba fotos.
Los visitantes desplegaron la grúa y demás instrumentos con cierta pompa. Hasta que de pronto una sierra, por arte de electricidad, dividió mi ser en pedazos y un suspiro escapó de las alturas de la copa y mis piernas se achicaron de golpe a ras del suelo. Acto seguido, los de la cuadrilla se marcharon y la gente –me dio la impresión– quería llorar.
Esto acaba de suceder y, aunque lo mío es irreversible, hago un llamado a las personas juiciosas y compasivas para que mi caso no se repita.
Iba a firmar “un roble sabana”, aunque mejor no. Prefiero que usted acoja este relato, querido prójimo, con su pensamiento, palabra y obra.