He dicho incansablemente que ninguna tarea es más urgente en Costa Rica que la de hacer que el pueblo recupere su fe en los mecanismos democráticos. Solo la confianza en las instituciones y la capacidad de ellas para dar respuesta a las necesidades de los ciudadanos hacen posible la adhesión de las personas a las reglas básicas de nuestra convivencia colectiva.
La corrupción socava esa adhesión y alimenta destructivos prejuicios contra las instituciones democráticas, prejuicios que frecuentemente acusan el error fundamental de confundir al funcionario con la función, y el acto con la institución. La corrupción ofende a los ciudadanos, empobrece a los pueblos y subvierte la democracia. Como lo expresara Gandhi hace más de medio siglo, la corrupción no es un producto inevitable de la democracia, sino que, por el contrario, opera en su detrimento.
La historia –y particularmente la de Latinoamérica– ha demostrado ya muchas veces que el precio de la corrupción puede ser la libertad, porque con frecuencia la ciudadanía está dispuesta a entregar algunas de sus más caras garantías individuales a cambio de tener un Gobierno supuestamente incorruptible. En la inmensa mayoría de los casos, esos Gobiernos no son sino espejismos de honestidad que esconden los peores vicios tras el secretismo inherente a los Gobiernos autoritarios.
Jueces y fiscalía. Es por ello que el Poder Judicial, y en particular el Ministerio Público, tienen un papel fundamental en la democracia. Les toca garantizar a la ciudadanía que el uso perverso del poder no pasará impune, que la defensa del Estado de derecho no es un lujo prescindible y que en una nación como la nuestra no hay nadie por encima de la ley, ni tampoco nadie a quien la ley lo pase por encima.
Corresponde a estos órganos exigir seriedad y evidencia en las acusaciones, y respeto a los derechos individuales en toda circunstancia. Les corresponde la búsqueda de la verdad, la insobornable, insustituible y terca verdad; la que no conoce más amo que los hechos y no distingue más fin que la luz; la verdad sin prelaciones, sin privilegios, sin intereses fuera de ella misma.
Ese capital inmenso que tiene nuestra sociedad para luchar contra la corrupción debemos apoyarlo desde donde estemos. En particular, la lucha contra la corrupción demanda un Gobierno igualmente comprometido con la integridad y la transparencia en el discurso y en la práctica.
Desde que asumí mi cargo como presidente de la República, he sido muy claro en que la ruta ética es el camino que transitará invariablemente la actual administración. Esa ruta ética pasa, en primer lugar, por hablarles a los costarricenses con la verdad, por decirles siempre lo que deben saber y no lo que quieren oír.
Pasa por entender que los funcionarios públicos no hemos llegado a nuestro puesto para complacer a ningún grupo, sino para defender el interés de la sociedad costarricense en su conjunto. Pasa por cumplir con lo prometido en campaña, condición mínima para que los costarricenses vuelvan a creer en la política. Pasa por rendir cuentas de todos nuestros actos ante los ciudadanos, por duro que a veces pueda resultar. Pasa por exigir de nuestros colaboradores las más altas normas de integridad y responsabilidad y por entender el ejercicio de la función pública no como una oportunidad para buscar la gloria o la popularidad, sino como un espacio para servir a quienes más nos necesitan.
La credibilidad. La ruta ética demanda entender que la corrupción no consiste únicamente en utilizar el poder político para el enriquecimiento personal ilegítimo, que la corrupción es mucho más que la colusión entre servidores públicos y empresarios, o entre servidores públicos y delincuentes, para sacar ventajas ilegales o moralmente cuestionables. Hay otras vertientes de la corrupción que no están expuestas a la sanción legal y no siempre se someten al escrutinio de la opinión pública. Hay corrupción, por ejemplo, en la renuncia de los gobernantes y de los funcionarios públicos a ejercer la labor educativa que les corresponde en una democracia. El doble lenguaje, el no llamar por mero cálculo político las cosas por su nombre, es práctica que corrompe y degrada a los individuos, las sociedades y al sistema democrático.
Si hemos de devolver a nuestro sistema político la credibilidad perdida, es urgente dar un rumbo ético a la política y al gobierno. Es urgente convencer de nuevo a los costarricenses –y convencerlos con nuestros actos– de que, aun en las más oscuras noches de descreimiento político, no todos los gatos son pardos, no todos los políticos son iguales y no todos los servidores públicos son inescrupulosos.
Costa Rica tiene reservas morales considerables. Una parte importante de ellas se halla en el compromiso de nuestro sistema judicial con la verdad. Si nuestra democracia ha de perdurar, nuestros tribunales deben proscribir para siempre la desilusión, el desgano y la inercia. Por el contrario, deben continuar brillando como hasta ahora lo han hecho, siendo motivo de orgullo de nuestra nación frente al mundo.
Nada deseo más que, juntos, como país unido, persigamos el reino del que nos hablaba Rabindranath Tagore: “Donde la mente no teme y la cabeza se mantiene en alto; donde el conocimiento es libre; donde el mundo no ha estallado en fragmentos a causa de las estrechas paredes domésticas; donde las palabras surgen desde lo profundo de la verdad; donde el esfuerzo incansable extiende sus brazos hacia la perfección; donde el claro arroyo de la razón no ha perdido su camino por las arenas resecas del desierto de los hábitos muertos; donde la mente es llevada allá hacia el pensamiento y la acción siempre abiertas, en ese cielo de libertad, Padre mío, deja que despierte mi pueblo”.