Poco antes de que en Costa Rica el siglo XIX se partiera como un zapote, acabando con el período poscolonial y afianzando los brotes republicanos, nació Fadrique Gutiérrez, hombre torbellino de verdad y no de los que se lo inventan para satisfacer el ego. Variado en su pensamiento y en sus quehaceres, de formación escolástica pasó a liberal, nadó en las aguas que quiso, y erigió construcciones físicas y estéticas que la posteridad no le ha reconocido en toda su valía.
Aunque Fadrique propició el nacimiento de la escultura costarricense moderna, el arte no era la única razón de vida de este herediano universal. Su numen era la política y su fin entronizarse en la presidencia de la República. Por conseguirlo, fue ideólogo de escaramuzas tropicales, se erigió dictador de repúblicas imaginarias, enhebró una ciudadela mágica en las entrañas centrales de Heredia y se constituyó en el limpio candidato de unas sucias elecciones que, irónicamente, lo condenaron como preso infernal en uno de sus edificios celestiales: el Fortín de la vieja Villa Vieja.
Como tantos candidatos posteriores, la pulseó por todo lado pero nunca llegó a la presidencia. Al tener conciencia de que la edad y algunas dolencias graves le impedirían seguir en pos de la silla mayor, Fadrique consideró otra área para detentar poder: la iglesia. Y su mente, tan creativa como atrabiliaria, pergeñó un plan fantasioso: ¡haría de su hermano un santo!
Un santo de maquila. El hermano de Fadrique era Francisco Gutiérrez, un apocado sacerdote recién ordenado en Nicaragua, que regresaba a Costa Rica hablando latín con cordura o sin ella, para ganar respeto contra su insignificante presencia. La humildad, más la lengua que se tenía por el idioma de Dios, hicieron que la gente lo viera como una reencarnación de San Francisco de Asís. ¡Y encima se llamaba igual!
Fadrique fue a toparlo cerca de Liberia y vio la posibilidad de tener un canonizado en vida, algo ideal para transar con su primo hermano el presidente Tomás Guardia, con quien tenía roces políticos y quien lo alejaba de sus afanes presidencialistas. El santo común limaría asperezas.
Para lograr la elevación de Francisco, Fadrique recurriría a una de las fortalezas de las que se sabía posesor: sus conocimientos químicos experimentales, con los que producía “efectos fantasmagóricos que le daban prestigio de nigromante”, según escribió don Luis Dobles Segreda, en su exquisita biografía fadriquense, base del presente relato.
La primera manifestación de la santidad de Francisco Gutiérrez fue en Liberia: cuando dormía, sonaban tenues campanillas a su alrededor, sin que nadie pudiera verlas ni ubicarlas. Al despertar, el cura afirmaba haber soñado con ángeles que, al son de campanas, lo sentaban en un altar mayor. Los tintineos y aquellas declaraciones le ganaron el apodo del “padre de las campanillas” y la leyenda fue creciendo entre los aldeanos de los pueblos del camino, que lo adoraban al verlo desmayado en éxtasis. Ya en Esparta (Esparza) estaba a la altura de “santo varón”, en Atenas casi “beato”, y al llegar a Heredia su sueño fue velado por una muchedumbre que, puntual en la madrugada, oía las campanillas y veían al cura brincar poseso, para luego caer lánguido. Todo se avivó cuando una noche, sobre la pared enjalbegada, apareció brillante la palabra “pax”.
Fadrique, el más descreído, vociferaba que todo era falso, pero nunca se apartaba mucho de su hermano y entre los dos tenían convulsos al cielo que pretendían y a la tierra que los parió.
Sin favor del cielo. La fama del “padre de las campanillas” empapó todo el Valle Central y el cura santo fue invitado a dar misa en la Iglesia de San Nicolás de Cartago, donde un sacerdote alemán, el padre Kenning, notable por su perspicacia e inteligencia, era docente jesuita y uno de los anfitriones de la visita de Gutiérrez.
El día de la eucaristía, la iglesia y la expectativa estaban a reventar. Los fieles contemplaban al enviado que Dios ponía a su alcance; los jesuitas contemplaban al advenedizo que amenazaba poner el poder fuera de su alcance.
Mas todos, con los ojos puestos en el “padre de las campanillas”, siguieron la misa con devoción hasta ser recompensados con un milagro: en la consagración, con el pueblo contrito y el santito alzando el cáliz, de este salió una llamarada que se elevó enorme, al tiempo que el cura cayó en desmayo santo.
La feligresía convulsionó y al unísono gritó loas al milagro presente, mientras que un alboroto de antología reinó en la iglesia; pero, ajeno al circo, el tan inteligente como desconfiado padre Kenning cogió el cáliz y lo revisó con presteza, encontrando residuos de magnesio en él. ¡Ahí estaba el truco!: el magnesio era un metal que ardía con facilidad, produciendo la luz brillante y clarísima que acababan de presenciar.
Rápido, pero sin apuro, el padre Kenning ocupó el púlpito, llamó la atención de la feligresía y, copón en mano, expuso su descubrimiento y con su dedo acusador señaló al impostor, quien presto volvió en sí, presto dejó la iglesia, y de prestado se llevó consigo las pretensiones políticas de su hermano, verdadero gestor de estas artimañas y de otras fantasmagorías vistosas, como las llama Dobles.
El evangelista de Fadrique. Don Luis Dobles Segreda, prohombre de nuestra patria, herediano de nacimiento y muerte, sobresaliente escritor, recopiló la vida e historias de don Fadrique Gutiérrez en su biografía al hidalgo extravagante de muchas andanzas. En ese tomo, el episodio del “padre de las campanillas” y otros tantos figuran con pluma decantada, con gran amor por su capital provincial y por la humanidad que por ella transitó y, sean ciertos o no, no importa, porque para un escritor la aparente verdad nunca debe opacar una buena historia.
La escena de lo hermanos Gutiérrez Flores fue un timo más de los que política e Iglesia han protagonizado a lo largo de nuestra historia, solo que con mucho ingenio. Pero, aparte de tales artimañas, Fadrique es ciudadano destacado por su carácter rupturista en la plástica costarricense y por su arquitectura magna en los símbolos de dos ciudades –el Fortín de Heredia y su participación en la construcción de la cúpula de la catedral de Alajuela–.
Puede resultar cuestionable que su rebeldía ante el sistema en que le tocó vivir fuera pareja con su fascinación por él, pero de esa contradicción surgió su protagonismo en algunos lances determinantes en nuestra historia y su función de demiurgo de una herencia importante.
Evangelizada por don Luis Dobles Segreda y hace unos diez años exhumada por la Editorial Universidad Estatal a Distancia (EUNED), la vida y obra de Fadrique Gutiérrez aún está pendiente de mayor difusión, asentamiento y reconocimiento, y los personajes o los fantasmas que animaron tanto una como la otra exigen con derecho su lugar en el imaginario colectivo del país.