Los talibanes hicieron de Afganistán un paraíso para los fundamentalistas. Las mujeres no podían estudiar, ni abrir un salón de belleza. A los hombres les vedaron jugar al futbol o criar palomas. Y a los niños (y a muchos mayores) les prohibieron volar papalotes.
Si un talibán sorprendía a alguien con una de estas “mariposas”, lo golpeaba y le rompía el juguete, calificado de “antiislámico”.
El origen de los papalotes o cometas, sin embargo, se pierde en la noche de los tiempos. Una infancia sin ellos es cosa rara en el mundo, aunque algunos prefieran el Nintendo o el Corán.
En Afganistán, volar papalotes ha sido una verdadera pasión nacional desde hace más de 100 años, y volvió por sus fueros desde noviembre del 2002, después de que los talibanes pusieran pies en polvorosa.
Impecables, deslumbrantes. En un reciente reportaje de la televisión francesa se observaba, en una luminosa tarde de invierno, el placer de los afganos que hacían subir sus papalotes de colores deslumbrantes y confección impecable hacia el cielo de Kabul.
A los afganos les gusta jugar cometas a cuatro manos: una persona sostiene el carrete con la cuerda, y la otra controla el movimiento de la cometa en el aire.
A menudo, como en la vida cotidiana en tierra, los afganos ponen sus juguetes a pelear allá arriba. El propósito es cortar la cuerda del papalote del vecino para liberarlo, pero si en la lucha a uno de los voladores se le acaba la cuerda de primero, debe cortarla del carrete para liberar su cometa.
El otro jugador, ya sin enemigo, tiene que soltar cuerda hasta que se acabe y cortarla también del carrete, dejando ir su propia cometa.
En algún lugar del cielo debe existir un cementerio para estos inquietos pájaros de papel.
A cuatro manos. En medio de la pobreza proverbial de Afganistán, el reportaje francés era verdaderamente enternecedor y me hizo recordar, en inesperado non sequitor, una receta afgana guardada en una carpeta titulada “Delicias futuras” desde el 2003, un año después de la invasión norteamericana a ese indomable país.
Era hora de intentarla:
Corté unas berenjenas en tajadas de un centímetro de ancho, descartando las de los extremos. Les puse sal para drenar lo amargo, las dejé en paz media hora y luego las sequé. Después las embadurné con aceite de oliva, las coloqué sobre papel de aluminio y las asé en el horno, (previamente calentado en “broil”), solo unos dos o tres minutos por lado, pues no se deben cocinar mucho.
Seguidamente, en un sartén ancho y profundo, sofreí cebolla picada en suficiente aceite de oliva hasta que comenzó a dorar. Retiré la cebolla y la dejé aparte.
En el mismo sartén, y en el mismo aceite, coloqué rodajas de la berenjena. Encima de cada una de ellas puse un poco de la cebolla frita, una rodaja de tomate (sin cáscara) y espolvoreé el todo con una mezcla de sal y hojuelas de pimiento rojo.
Repetí el procedimiento (berenjena-cebolla-tomate-sal y pimiento rojo). Luego, coloqué una rodaja de berenjena encima de cada “pila” y unas hojuelas de pimiento rojo. Añadí un poco de agua, tapé bien el sartén, y dejé cocinar a fuego lento 30 minutos.
Cuando estuvieron listas, puse en el fondo de un plato un poco de yogur natural mezclado con ajo finamente picado. Encima coloqué, cuidadosamente, los vegetales cocinados, otro poco de yogur con ajo, y rocié todo con los jugos producidos por la cocción. Finalmente, decoré con hojas frescas de albahaca, aunque la receta pedía hojas de menta.
Se lo juro, este “buranee banjan” es de rechupete, sobre todo después de volar papalotes.
Punto clave: las berenjenas saben mejor cuando, como los afganos al volar papalotes, las preparamos y disfrutamos a cuatro manos.