El editorial de La Nación del pasado 4 de agosto comparte el diagnóstico que el segundo Informe sobre desarrollo humano de Centroamérica y Panamá hace de la situación actual en la región: que en los últimos años el progreso del área ha perdido dinamismo y que persisten fuertes desigualdades sociales. Pero toma distancia del documento porque, a juicio del editorialista, el informe señala, de manera errada, al Consenso de Washington como la causa de esta situación.
Como responsables de la preparación del Informe nos complace la invitación del Editorial para dialogar sobre sus contenidos y conclusiones. Por segunda vez, el programa Estado de la nación tuvo a su cargo la coordinación de esta iniciativa, con el acompañamiento de un consejo directivo y un consejo consultivo, y una amplia red de investigadores y talleres de validación en toda la región. Quienes suscribimos esta respuesta, lo hacemos reconociendo la responsabilidad por lo que allí se dice. El documento tuvo el auspicio del PNUD, la Agencia Sueca para el Desarrollo y el Reino de los Países Bajos, pero sus contenidos no necesariamente reflejan sus puntos de vista.
El Informe señala que en los últimos diez años las políticas inspiradas en el Consenso de Washington –apertura comercial y financiera, disciplina fiscal, estabilidad macroeconómica y achicamiento del Estado– no fueron capaces de impulsar altas y sostenidas tasas de crecimiento económico que sirvieran de base para una era de progreso social. Esta constatación se sostiene tanto al examinar los países que más fielmente siguieron estas políticas (El Salvador) como aquellos donde menos lo hicieron (Costa Rica).
Modelos a medias. El Informe no endosa los déficit de desarrollo humano y la pérdida de dinamismo de Centroamérica a la liberalización económica. Estos déficit son producto de una historia mucho más antigua, con importantes diferencias según el país de que se trate. El legado de años de conflicto y la ausencia de un desarrollo institucional son factores clave para estos rezagos. Lo que sí afirma es que no se ha cumplido la promesa de la liberalización: que era cuestión de aplicar las políticas del Consenso de Washington para que el mercado floreciera, se produjera el crecimiento y, por consiguiente, los beneficios se derramaran entre la población.
Para entender las razones por las que un modelo económico no logra sus objetivos, debemos examinar con cuidado la realidad. Es claro que ningún país de Centroamérica aplicó plenamente el Consenso de Washington. Pero derivar de ahí el argumento de que una causa principal de la desaceleración y la falta de progreso social es que “no se hizo caso” constituye un error. En primer lugar, a diferencia de Costa Rica, otros países de la región siguieron de cerca las recetas del Consenso y tampoco obtuvieron grandes resultados. Esto es obviado por el editorialista, quién generaliza al resto de Centroamérica lo que es su reclamo al proceso costarricense: que se hizo poco caso a lo que considera un conjunto de políticas correctas.
En segundo lugar, la tesis de la aplicación insuficiente es válida no solamente para el Consenso de Washing-ton, sino también otras políticas económicas en el pasado. Ningún país acogió en toda su extensión el “modelo sustitutivo de importaciones” preconizado por la CEPAL en los cincuentas, pues se ignoraron componentes clave de esta estrategia. Sin embargo, el editorialista le endosa la falta de progreso económico a la sustitución de importaciones, como si hubiese sido responsable de todo, mientras defiende al Consenso, por haber sido responsable de poco.
Realidad y modelos. En realidad, la discusión relevante no es si las medidas adoptadas por los países son o no copia fiel de un modelo económico. La realidad nunca se ajusta a los modelos –y esto es un mensaje clave del Informe –. Con importantes matices, hoy en día las economías centroamericanas exhiben, a la manera de capas geológicas, los restos de las reformas del pasado –desde las más recientes hasta algunas del siglo XIX–. Son un museo en el que coexisten los logros, fracasos y hasta las maldades de distintas épocas. Sobre esta realidad se implanta cualquier reforma económica. Por eso, al examinar a los países, lo que se descubren no son “modelos económicos”, sino “estilos de desarrollo”, trayectorias evolutivas donde coexisten, con matices y contradicciones, estrategias, políticas y prácticas inspiradas en distintos intereses y planteamientos.
Este carácter complejo de la realidad es fundamental tenerlo en cuenta cuando se habla de promover el desarrollo en Centroamérica. Debe calibrarse la afirmación, por ejemplo, de la necesidad de “más mercado” y “mejores Estados”, que el Editorial recomienda, necesidad con la que concurrimos y que, por cierto, es heterodoxa desde la perspectiva original del Consenso de Washington. Si se parte de los mercados realmente existentes, generalmente oligopolísticos, poco profundos, con poca seguridad jurídica y sin derechos del consumidor, la receta no es “más mercado” –¿para qué más mercados de esos?–, sino otro tipo de mercados cuya conformación y dinámica no se generan automáticamente. Por otra parte, hay importantes diferencias en Nicaragua, Guatemala o Costa Rica en relación con lo que es necesario hacer para tener mejores Estados, aunque aceptemos la importancia de las reformas fiscales y del fortalecimiento de los estados de derecho en todos ellos. Cuando las ideas económicas ignoran la realidad, los resultados pueden ser contraproducentes y de alto costo para la sociedad.
En materia de desarrollo, deben evitarse los dogmas. Por hacer caso omiso de esto, las instituciones financieras internacionales recomendaron a Guatemala, Honduras y El Salvador, sociedades con tremendos déficit de institucionalidad pública, recortar el Estado cuando era urgente expandir el gasto público para fortalecer las instituciones y su capacidad de combatir la desigualdad social. Lo dramático es que algunas reformas propias de la liberalización económica fueron eficaces, en cuanto crecimiento, reducción de la pobreza y aceptación política, solamente en aquellos países que tenían fortalezas institucionales.
Invertir en las personas y un programa mixto. A la hora de analizar modelos económicos, el Informe es cauto. Hace diez años la tesis predominante sostenía que ciertas políticas de mercado eran condición necesaria y suficiente para el desarrollo. Hoy se reconoce que la apertura, la privatización y la estabilidad macroeconómica no son condición suficiente para el desarrollo. En ello concuerdan personas muy distintas, desde Williamson, el economista que acuñó el concepto del "Consenso de Washington", el premio Nobel Stiglitz, Ocampo, Rodrik y Naim -fuertes críticos de esta tesis-, el mismo Banco Mundial (desde 1997 lo corrigió) y el editorialista. En este sentido, Amartya Sen y el PNUD fueron pioneros al ofrecer una visión alterna. Pero, además, existe un intenso debate acerca de si las políticas del Consenso son una condición necesaria para el desarrollo. No cualquier tipo de apertura comercial o de la cuenta de capitales es conveniente; hay privatizaciones exitosas, mientras que otras son un saqueo de bienes públicos; y las empresas estatales no son por definición ineficientes.
No hay varitas mágicas ni recetas milagrosas para el desarrollo de Centroamérica. Ni “el mercado”, “el Estado”, o para el caso, “la participación ciudadana” en abstracto resuelven los males. El reto de invertir en las capacidades de las personas, como medio para impulsar el desarrollo, conduce a un programa de democratización, mercado e intervencionismo público mucho más mixto de lo usualmente aceptado, más atemperado y menos ambicioso que los imaginados desde un escritorio.