Las informaciones sobre la seguridad de bienes y personas en Centroamérica, en estos días, no hacen sino tornar más lúgubre una dimensión de nuestra realidad regional que nos afecta a todos. Hay diferencias de grado en el campo de la delincuencia en nuestros países, pero el tumor es hondo y extenso. En cuanto a nuestro país, si bien los indicadores son menos sensibles, la escalada de la violencia continúa, agravada por modalidades criminales hasta hace poco desconocidas.
El director de la Policía de El Salvador manifestó, recientemente, que las extorsiones cometidas por las pandillas y por los delincuentes contra el sector comercial y empresarial figuran en el primer lugar en el ranquin delictivo. Por otra parte, la actividad criminal de “las maras” mantiene en zozobra permanente a la población, todo lo cual afecta de alguna manera el esfuerzo extraordinario desplegado por este país para alcanzar niveles más altos de crecimiento, de justicia social y de fortaleza democrática. En cuanto a Honduras, uno de los países más pobres de América Latina, en el que se han establecido “las maras”, el Ejército tuvo que incorporar a la Policía para combatir la creciente violencia delictiva en las principales ciudades, entre ellas, Tegucigalpa, la capital, y San Pedro Sula, la más dinámica comercial e industrialmente. Además, en este año, se han registrado 13 secuestros y 1.684 homicidios, contra cinco secuestros y 1.658 asesinados, en el mismo período, en el 2005.
En Costa Rica, tal como se informó esta semana, se ha dado un salto cualitativo en el campo de la delincuencia al entrar en escena sicarios nacionales, que suplen a los extranjeros, igualmente “eficientes” y más baratos. En los últimos años, han participado, al menos, en 30 asesinatos (cinco en lo que va del año). Por otra parte, ayer se publicaron diversos testimonios sobre la peligrosidad del guerrillero colombiano Héctor Orlando Martínez, detenido en agosto en Puntarenas y encarcelado, ahora, en La Reforma, dedicado, tras el disfraz de pescador, a la compra de armas, explosivos y municiones en nuestro país. Su currículo criminal es impresionante, además de ser uno de los agentes claves de la guerrilla colombiana, en el seno del grupo organizativo y financiero, como enlace internacional. Su actividad en Costa Rica y sus compras de armas aquí supone la creación de una red conspirativa y la existencia de un mercado de armas de guerra, en abierta contradicción con la posición del país en cuanto a la paz y el desarme.
Estos datos, un bosquejo apenas de lo que está ocurriendo en Centroamérica, en cuanto a la seguridad ciudadana, exigen, de parte de los países centroamericanos, una vigorosa solidaridad y labor en equipo, no militar, sino civilista. No hay ya lugar para las bribonadas políticas, la diseminación de rencillas o las acusaciones disparatadas, a las que se ha dedicado el canciller de Nicaragua, Norman Caldera, ni tampoco para el juego del escondite de los presidentes de Centroamérica, como se denunció en estos días. Tampoco debe proseguir el espectáculo de polichinela del Parlamento Centroamericano (Parlacen), guarida y negocio, y, mucho menos, la desnaturalización del Estado por la corrupción, la evasión fiscal, el capitalismo militar, o la falta de visión que entorpece la realización o retraso de diversos proyectos en forma conjunta.
La inseguridad ciudadana no es un fenómeno aislado. En su evolución se conjugan una serie de causas cuya solución corresponde a la acción política de los Gobiernos, enraizada en un fuerte espíritu de unidad interna y de solidaridad. Cualquier desviación en esta materia agrava todos nuestros males y favorece el auge del binomio pobreza-inseguridad, que a todos nos amenaza.