Nicaragua no es el primer país donde una reforma a la seguridad social, y específicamente al sistema de pensiones, causa revueltas. Hay ejemplos en todo el mundo, incluida la Unión Europea, pero en Nicaragua la reforma se constituyó en ocasión para expresar agravios acumulados a lo largo del gobierno de Daniel Ortega. Por eso, la crisis no quedará resuelta con la anulación de las enmiendas.
Ortega, uno de los hombres más ricos de Centroamérica, accedió al poder mediante un acuerdo fraguado con el expresidente Arnoldo Alemán, un día su implacable enemigo y ahora un bastión del régimen a cuyo amparo salió bien librado de gravísimos cargos de corrupción cometidos durante su mandato.
El pacto político permitió a Ortega ganar la presidencia con menos del 40 % de los votos en el 2007 y, posteriormente, presentarse a la reelección. Una y otra vez, las reformas constitucionales y fallos judiciales necesarios para asegurar su poder se materializaron en el momento oportuno.
Los procesos electorales celebrados bajo el mandato de Ortega y el Frente Sandinista de Liberación Nacional han sido cuestionados por fraude y a nadie cabe duda del desmantelamiento de los mecanismos de control y equilibrio propios de las democracias republicanas. El debilitamiento de la incipiente institucionalidad ha sido una constante en la consolidación del poder, tantos como las cortapisas impuestas a la sociedad civil, el atropello de grupos campesinos y la acumulación de control mediático.
Ortega, además de presidir el Ejecutivo, manda en el Congreso y en el Poder Judicial. La autoridad electoral, como queda en evidencia con cada convocatoria a las urnas, también responde a su voluntad. Claro ejemplo son las elecciones municipales del 2008, cuestionadas por los observadores extranjeros al punto de causar una suspensión de la asistencia económica europea.
La forja de la mal disimulada dictadura también se funda en la influencia del mandatario sobre el Ejército y las fuerzas de seguridad, así como en el clientelismo diseñado para ampliar el apoyo popular sin aspirar a resolver los problemas de fondo. Además, existe un claro entendimiento con buena parte del empresariado, satisfecho con las oportunidades para prosperar en un régimen que, a cambio, solo exige dejar de lado la política y, ocasionalmente, compartir ganancias.
Las protestas de los últimos días ponen a prueba la solidez de los entendimientos clientelistas y de conveniencia. La revuelta, encabezada por los estudiantes, tiene un obvio componente popular. Por su parte, los empresarios se muestran inquietos por los acontecimientos y no han respondido a las iniciativas del gobierno con la misma disciplinada diligencia. El Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep) dijo no estar en condiciones de acudir a un llamado al diálogo antes del cese de la represión causante de tres decenas de muertos. Además, reconoció que las protestas “van más allá del descontento por las reformas al sistema de pensiones”.
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En cualquier caso, el intento de Ortega de renovar el entendimiento con los empresarios, único sector convocado a negociar, motivó el rechazo de los manifestantes. Ortega echó leña a la hoguera cuando acusó a los opositores de una ignorancia e ingenuidad que los hace presa de la manipulación. La represión desatada sobre las protestas podría conseguir sofocarlas, pero, si lo logra, no será de forma permanente.