Carmen Montoya, directora de la Escuela Los Filtros, en Alajuelita, preguntó a los estudiantes de cuarto y sexto grado si tenían noticia de algún tiroteo cerca de sus hogares y la mitad de ellos respondió que sí. Algunos fueron más allá y se refirieron a las balaceras como acontecimientos frecuentes, que ya no inspiran miedo. Dos de ellos, con apenas 10 y 12 años, describieron como se lanzan al piso de sus hogares para evitar una bala perdida.
La escuela abre espacios de conversación sobre la violencia en la comunidad circundante para orientar a los pequeños. También conduce simulacros por si les llega el turno de encarar una situación de peligro, como la sucedida en la Escuela Ciudadelas Unidas, donde a solo 50 metros y a plena vista de las aulas, un muchacho de 16 años perdió la vida a causa de varios disparos.
A los niños se les enseña a permanecer en las aulas y otros sitios resguardados, acostados boca abajo, con los brazos a los lados, lejos de puertas y ventanas. Se les aconseja no correr mientras se desarrolla la emergencia e intentar camuflarse, incluso haciéndose pasar por muertos. A los maestros se les encarga mantener al grupo en calma y todos deben guardar silencio.
No hace mucho, ningún costarricense habría imaginado conversaciones como las descritas en escuelas y colegios del país. Desafortunadamente, llegaron a ser necesarias y constituyen otra llamada de atención sobre la gravedad de la crisis de seguridad ciudadana. Si hay razones para temer por la seguridad de los niños, el país rebasó una frontera difícil de imaginar en el pasado reciente.
Por supuesto, las razones abundan. A cualquier hogar entra una bala perdida y tragedias como la del pequeño Samuel Arroyo, de apenas ocho años, asesinado mientras dormía por un disparo de AK-47, se repiten en todo el territorio nacional. Las comunidades experimentan la inseguridad en forma brutalmente directa. Carlos Obando, padre de un estudiante de Ciudadelas Unidas, iba pasando frente al sitio de la balacera donde falleció el joven de 16 años y se vio obligado a tirarse detrás de un carro. “En esos momentos, uno desea salir corriendo, pero no es lo mejor”, afirmó. Por eso, aplaude el entrenamiento ofrecido por las escuelas y se encarga de repasarlo con sus hijos.
La formación ofrecida a los niños, así como las prácticas y simulacros, nacen de un examen realista de las circunstancias, pero no están desprovistas de trauma. Otro tanto vale para los hogares donde el “cuerpo a tierra”, con cualquier otro nombre, se ha convertido en reacción refleja a las detonaciones.
Esa triste realidad debe llamarnos a la reflexión y a la seriedad. Con la vista fija en los niños de Alajuelita, ningún político debería minimizar la crisis ni atribuírsela a un invento de los medios de comunicación. Nadie, por otra parte, debería repetir el absurdo argumento de la indiferencia ante las guerras de narcos porque en ellas solo mueren delincuentes dedicados a la misma actividad.
Esa también ha sido una vía de escape para los responsables de la seguridad ciudadana, casi siempre ansiosos de ofrecer estadísticas sobre el impacto del narcotráfico en la tasa de homicidios, un hecho innegable a partir del cual es fácil llegar a conclusiones equivocadas. Los traficantes se matan entre sí, pero eso no implica que los demás estemos seguros. Para entenderlo basta con preguntar a los niños de Alajuelita, a sus padres y maestros.
Pero la peor consecuencia de una política errática y estrecha de seguridad ciudadana es que de esas aulas donde hoy los niños aprenden a cubrirse del fuego, mañana puede salir un gatillero reclutado por el narcotráfico. Es cuestión de no entender la importancia de mantener a los jóvenes en las aulas, llenar sus vidas de oportunidades para el sano esparcimiento y darles la oportunidad de progresar una vez egresados del sistema educativo.