Nada ha cambiado en el calendario, pero sí en la naturaleza de lo que ocurrirá en el día fijado. El domingo 6 de noviembre Nicaragua abrirá las urnas para que sus ciudadanos voten. Sin embargo, aunque tendrán ante sí algunos nombres de aspirantes sin importancia ni dignidad, el único candidato presidencial real será el presidente, Daniel Ortega. Su esposa, Rosario Murillo, lo acompañará como vicepresidenta, y todo el sistema electoral estará en función de legitimar lo que no será un resultado, sino una arbitraria imposición: la segunda reelección consecutiva del comandante, sustentada, a su vez, en una burda manipulación del Poder Judicial.
Por esto, en Nicaragua no culminará ese día un proceso electoral medianamente legítimo, sino que realizará el acto final de una burda farsa política, señal de que el país se ha convertido, sin duda, en una autocracia familiar –ni siquiera de partido– y que está en serio riesgo de caer en la dictadura y la represión.
Los hechos que han conducido a esta trágica coyuntura se aceleraron durante semanas recientes; sin embargo, se sustentan en un deterioro institucional que ha empeorado con cada año adicional de Ortega en el poder, y que ha marchado en paralelo con un proceso de manipulación clientelista, arreglos espurios con algunos opositores, limitaciones a la acción de la sociedad civil, atropello de amplios sectores campesinos, creciente control mediático, control de los demás poderes y un turbio entendimiento con los grandes empresarios nicaragüenses, basado en un cínico y tácito convenio: tolerar las arbitrariedades y ambición del presidente y su familia a cambio de que este no interfiera en sus negocios.
Tan pronto se anunció la convocatoria a elecciones, Ortega declaró que no aceptaría la participación de observadores independientes, una práctica usual en la mayoría de los países latinoamericanos. El 6 de junio, mediante una maniobra que pretendió tener visos legales, la Corte Suprema de Justicia, controlada por el sandinismo, despojó al dirigente Eduardo Montealegre de la representación oficial del Partido Liberal Independiente (PLI), el principal de oposición, y lo entregó entonces a Pedro Reyes, un disidente sin arraigo, pero cooptado por Ortega. Ante este golpe arbitrario y autoritario, la Coalición Nacional por la Democracia, de la que el PLI era eje, se retiró de los comicios. El 17 del mismo mes, la Corte también invalidó la representación del Partido Acción Ciudadana, pequeño, pero realmente independiente. Y el 29 de julio el Consejo Supremo Electoral retiró las credenciales a los actuales diputados del PLI.
Se trata, ni más ni menos, que de un virtual golpe de Estado, ejercido desde el Ejecutivo, gracias a su control de las instituciones clave y de la complicidad de las fuerzas armadas. Y la farsa se convirtió en un sainete digno de Macondo cuando, el 2 de este mes, la primera dama, Rosario Murillo, actual eminencia gris, se convirtió en la candidata oficialista a la vicepresidencia. Han quedado así sellados, al menos mientras las circunstancias lo hagan posible, tanto el control absoluto del poder como la sucesión dinástica dentro de él.
Curiosamente, todas estas medidas se han implantado a pesar de que, de acuerdo con encuestas recientes, Ortega ha encabezado por alto margen las intenciones de voto. Que a pesar de su buena posición en tal sentido haya optado por una barrida autoritaria, no solo indica su desdén por la democracia, sino también lo débil que se siente y la prioridad que otorga a su control del poder –y de una inmensa riqueza obtenida al amparo de este– por sobre las instituciones del país.
Su régimen ya prácticamente no recibe la ayuda venezolana que podía utilizar sin controles para comprar voluntades e implementar medidas de asistencialismo populista. El espejismo de un “gran canal” cada vez se desinfla más y revela lo que ha sido: otra farsa para enriquecer a la familia gobernante y adormecer a sectores del pueblo. Y la cooperación internacional seria cada vez ve con más recelo su uso por parte del régimen. Todos estos factores, en condiciones económicas internacionales menos propicias, podrían muy pronto volverse en su contra. De aquí, probablemente, la intención de “blindarse” mediante el control.
Está por verse cuán sostenible será esta estrategia y qué pasará de aquí al 6 de noviembre. Desgraciadamente, pareciera que, al menos por ahora, Nicaragua está condenada a más Ortega, más postración, más arbitrariedad, más controles y represión. Las principales víctimas están dentro del país, pero los efectos también se sentirán, para mal, en Costa Rica.