Nuestro sistema educativo dedica grandes recursos a la enseñanza de un segundo idioma, en particular al inglés, y el aprendizaje está incorporado a la totalidad de los colegios, al 89% de las escuelas y al 18% de los centros preescolares. Los resultados, sin embargo, no reflejan el esfuerzo nacional. Sin duda, algo funciona mal y debemos corregirlo con urgencia.
Tal como informamos en nuestra edición del 26 de abril, después de pasar 11 años recibiendo cursos de ese idioma, apenas un 15% de la población entre 18 y 35 años –la que mayor dominio tiene–, es capaz de manejarlo adecuadamente. La nota promedio de los exámenes de bachillerato en inglés bajó de 83 en el año 2000 a 69 en el 2014. Además, según el índice de dominio del inglés como segundo idioma ( English Proficiency Index ), dado a conocer el pasado año por la empresa Education First, Costa Rica ocupa el lugar número 43 entre los 63 países analizados.
Las consecuencias de este pobre desempeño son evidentes. Si, como ha sido demostrado de sobra, el inglés es un factor multiplicador de las oportunidades de trabajo e impulsor de mejores salarios, los jóvenes que no logran aprenderlo ingresan al mercado laboral con evidentes desventajas. También ven reducidas sus oportunidades de superación académica, por la gran cantidad de información y conocimientos que circula en ese idioma y por su uso generalizado en programas de posgrado e investigación.
Como el dominio de lenguas extranjeras es sustancialmente menor entre quienes proceden de centros de educación públicos, la baja calidad de su enseñanza acentúa las desigualdades socioeconómicas, con consecuencias que pueden durar para toda la vida. La diferencia se acentúa entre zonas rurales y urbanas.
Sin duda, es admirable que, conscientes de la importancia del bilingüismo, varios padres de familia paguen clases privadas a sus hijos; sin embargo, esta no es la solución que el país requiere. Al contrario, necesitamos elevar sustancialmente la calidad general de la enseñanza mediante una adecuada mezcla entre mejores planes de estudio y un uso más dinámico y creativo de las tecnologías de información y comunicación. Un factor clave es la escogencia más rigurosa de los docentes, a quienes se les debe brindar mejor capacitación y evaluarles el desempeño. A esto deben añadirse programas de extensión que faciliten el entrenamiento de adultos, ya sea desde instituciones estatales –como, por ejemplo, el INA– o mediante alianzas público-privadas.
El Ministerio de Educación Pública planea, para el próximo año, poner en ejecución nuevos programas de estudio del inglés, con mayor énfasis en el aprendizaje interactivo. Partiendo de que estén bien concebidos y que puedan reforzarse con un acceso generalizado a las plataformas digitales, se incrementarán las posibilidades de superación. Pero el impacto se quedará a medias si no avanzamos sustancialmente en la calidad y competencia de los educadores, la cual, según los más recientes datos disponibles –del 2007 y 2008–, es sumamente pobre. En esos años, la mitad de los que fueron evaluados apenas demostró un nivel intermedio del idioma, a pesar de contar con título universitario.
El anterior punto resalta un desafío mucho más general, al cual nos referimos en un editorial publicado hace algunas semanas: la necesidad de que la evaluación de los docentes, con sus consecuentes programas de capacitación, reconocimientos y eventuales sanciones, se convierta en una práctica permanente en nuestro sistema educativo. A esto debe añadirse una supervisión mucho más rigurosa de las carreras universitarias en educación.
Los datos sobre el dominio del inglés son, en realidad, síntoma de un desafío más amplio. Pero vale la pena afrontarlo, por la gran importancia de este idioma como instrumento para adquirir mayores conocimientos y como un rápido movilizador de oportunidades.