Desde octubre del pasado año, más de 52.000 niños de El Salvador, Guatemala y Honduras han cruzado la frontera entre México y Estados Unidos. No se sabe cuántos habrán fallecido en el intento o soportado abusos al emprenderlo, pero las presunciones son en extremo negativas. Los que han tenido éxito se mantienen en albergues a lo largo de la línea fronteriza, del lado estadounidense, en medio de un limbo legal y afectivo, sin un futuro medianamente claro, pero con fuertes presiones para que sean repatriados.
Los países involucrados en el origen, tránsito y destino de esta peculiar oleada migratoria no han logrado adoptar una estrategia coordinada para frenar o, al menos, limitar sustancialmente el flujo. Mientras, las recriminaciones mutuas crecen, lo mismo que el reparto de culpas y la politización del debate en Estados Unidos.
Estamos ante una verdadera tragedia humanitaria, de rasgos en extremo complejos y dolorosos. Es precisamente por esto que se requiere una rápida y eficaz acción, en dos sentidos esenciales. En lo inmediato, son urgentes las acciones paliativas: acción policial en todos los eslabones de la cadena, control de daños y adecuada atención y protección de los niños. Simultáneamente hay que actuar sobre las causas. El resultado no será inmediato, pero, si no se diseñan de una vez estrategias integrales, que ataquen las causas más críticas, se alejen de los simplismos y generen la cooperación entre los actores involucrados, la tragedia seguirá y sus víctimas crecerán. Esto sería una opción inaceptable desde todos los puntos de vista posibles.
En el agobiante desarrollo del fenómeno se mezclan factores múltiples. La violencia y la exclusión que azotan a Honduras, Guatemala y El Salvador, con un impacto desproporcionado sobre los niños y jóvenes, ha conducido a la desesperación tanto de ellos como de sus familiares, quienes, de manera infundada, ven en la opción migratoria una solución expedita para las privaciones y riesgos. A lo largo de décadas, en esos países y –sobre todo–México, se han desarrollado imponentes estructuras delictivas, que han convertido al tráfico de seres humanos en uno de sus ejes de acción. Una ley aprobada en el 2008, al final del gobierno de George W. Bush, otorgó a los menores migrantes que procedieran de países no limítrofes con Estados Unidos una mayor protección legal cuando cruzaran la frontera e ingresaran a su territorio, con la sana intención de combatir su explotación. Sin embargo, su contenido ha sido malinterpretado por los familiares de los niños y manipulado por los traficantes, con lo cual, paradójicamente, se ha incentivado el flujo ilegal.
A lo anterior se suman severos problemas de corrupción en todas las etapas del proceso, impericia policial, enormes obstáculos para la adecuada gestión social en los países de origen, y una estrategia de seguridad que ha privilegiado los elementos represivos y de interdicción sobre los educativos y preventivos. Como corolario, y en medio de un generalizado y feroz debate sobre políticas migratorias en Estados Unidos, esta tragedia ha pasado a engrosar el repertorio de sus pugnas políticas. Por ahora, uno de los efectos ha sido bloquear el pedido de fondos especiales, por $3.700 millones, hecho por el presidente Barack Obama al Congreso.
A menos que estos abordajes fallidos sean enmendados, no vemos, desgraciadamente, un término para este drenaje humano y para la victimización múltiple de los niños: por la violencia, por los abusos, por la manipulación y por el desarraigo. Su futuro es ominoso.
Por un elemental deber humanitario, se imponen el fin de las recriminaciones entre los países y sus autoridades, que a nada conducen, y el comienzo de una acción integral, enérgica y generosa, con sensibilidad y espíritu de cooperación. Es un deber de toda la comunidad internacional, pero, sobre todo, de El Salvador, Estados Unidos, Guatemala, Honduras y México.