Una bala perdida viajó trescientos metros, ingresó a la casa donde descansaba Claudia Rosa Fajardo, trabajadora doméstica y madre de cuatro hijos, y le quitó la vida. La víctima no podría ser más inocente. Estaba sentada en la cama, con la vista fija en el televisor, cuando la bala atravesó una pared de fibrocemento y se le incrustó en la cabeza.
La policía presume que la bala salió de una subametralladora AK-47, disparada en el sector de Los Cuadros, Guadalupe, conocido como El Matadero. En ese sitio, los agentes hallaron medio centenar de casquillos de AK-47, varios de calibre 38 y otros de 9 milímetros, prueba de un feroz enfrentamiento entre pandillas.
La tragedia tiene precedentes, algunos a causa de la delincuencia y otros nacidos de la imprudencia. La bala baja a la misma velocidad que la disparó el cañón, dice Gustavo Mata, subdirector del Organismo de Investigación Judicial. Un disparo al aire, o sin dirección, solo es inofensivo si lo guía la suerte.
Sea por imprudencia o por razones ligadas con el delito, las balas perdidas son manifestación de un problema mayor. Por un lado, la ciudadanía se arma a golpe de tambor con la ilusión de estar más protegida y segura. Por otro, la Policía no logra retirar de las calles el armamento ilegal, sea por su calibre y características, por falta de inscripción o por la inexistencia del permiso para portarlo.
Las largas filas en la oficina gubernamental encargada de conceder las licencias dan testimonio de nuestra carrera armamentista. Ahora, el Estado ofrece acelerar el trámite con uso del Gobierno Digital.
El sistema ofrece la ventaja de llevar registros más precisos y controlar requisitos como los exámenes de aptitud mental encargados a los psicólogos. Nada se le puede criticar a una iniciativa inspirada en fines tan deseables, amén de la disminución de la tramitología. Sin embargo, la demanda de permisos es, en sí misma, preocupante.
El país debe decidir si se conforma con llevar mejores registros o si se aboca a desincentivar la posesión de armas, sin dejar de inscribir y controlar las que resulten estrictamente necesarias.
Desde luego, el peor de los escenarios es el de las armas no inscritas en poder de los delincuentes. Ningún registro o requisito impedirá su existencia. Solo la persecución policial y los más certeros castigos para quienes sean sorprendidos con armas ilegales en su poder contribuirán a reducir el nefasto inventario del hampa.
Pero las armas en manos de los delincuentes son un mal pretexto para permitir su masiva inscripción a nombre de ciudadanos respetuosos de la ley. La razón se encuentra en las estadísticas. La probabilidad de salir herido en un asalto aumenta exponencialmente cuando la víctima se resiste con un arma en la mano. La presencia del arma en el guardarropa o en una gaveta de la mesita de noche es origen y causa de gran cantidad de homicidios, muchos de ellos con niños como víctimas o accidentales autores.
El papel de las armas en los homicidios pasionales o cometidos en estado de emoción violenta apenas necesita mención. El hombre atribulado por problemas de la vida cotidiana se enfurece con el vecino por el ruido de una fiesta o la reparación del carro, le reclama, recibe una contestación irritante e ingresa a la casa en busca de un revólver cuya ubicación tiene demasiado clara.
En cualquier calle, un accidente sin importancia, o la más banal de las discusiones, deja a un hombre sin vida, a su familia en duelo y al victimario hundido en el arrepentimiento. ¿Cuánto daría el homicida de José Alonso Romero Picado, chofer del ministro de la Presidencia, por no haber tenido un arma a su alcance el jueves 19 de setiembre? La discusión no debió pasar a tanto, ni siquiera cuando la víctima se bajó del auto y golpeó a su victimario, quien le pitaba por habérsele atravesado.
Costa Rica debe repensar la política de venta, posesión y portación de armas. No debemos ser un país de balas perdidas y tampoco una sociedad armada al punto de la temeridad.