Si los conductores, secretarias y personal de limpieza de la Contraloría General de la República (CGR) fueran sometidos al régimen salarial de los demás empleados públicos, la institución perdería independencia y se vería en apuros para cumplir su trascendental función de control, dice un informe de la División de Gestión de Apoyo de la propia entidad, acogido por la contralora, Marta Acosta, y el subcontralor, Bernal Aragón.
“Sería contrario al espíritu del constituyente originario, del legislador ordinario y de las mejores prácticas recogidas por instrumentos internacionales sobre la independencia de las entidades de fiscalización superior” someter a esos empleados a todas las disposiciones de la Ley Marco de Empleo Público y a la rectoría del Ministerio de Planificación, argumentan en el documento.
En consecuencia, la entidad declaró que todos sus funcionarios, de cualquier rango, pertenecen a la categoría de “exclusivos y excluyentes”, es decir, sus guardas son esenciales para el cumplimiento de las tareas confiadas a la institución y no son equiparables a los vigilantes de otras entidades.
Parece mentira, pero la Contraloría efectivamente tiró por la borda su autoridad moral para velar, no solo por la correcta aplicación de la ley de empleo público, sino también por la administración racional de los recursos estatales y la eliminación de dispendiosos privilegios en el sector público. A cada paso se le recordará, con razón, la pretendida excepcionalidad de sus choferes.
El pésimo ejemplo invitará a otras instituciones a seguir el mismo camino, contra los criterios expresados por la contralora cuando la Ley Marco de Empleo Público estaba en trámite. Una y otra vez, la funcionaria recomendó a los diputados evitar excepciones y hasta expresó críticas sobre la exclusión de empresas públicas en competencia y de otras entidades estatales.
La Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), en contraste, declaró 10.000 puestos comunes y 40.000 esenciales. Los cargos comunes y por tanto sujetos a la decisión del Mideplán sobre salarios únicos son los de apoyo, como proveedores, informáticos, oficiales de seguridad y secretarios.
La Caja es un buen ejemplo porque, según la Constitución, goza de autonomía de grado dos, un nivel superado únicamente por las universidades públicas. No obstante, entendió sin dificultades la existencia de distinciones entre el personal indispensable para cumplir sus funciones y los empleados de apoyo. Está por verse si la institución acertó o si hay más puestos comunes, pero la Caja no niega lo evidente.
La Sala Constitucional no eximió a ninguna institución de las normas de la ley de empleo público, pero, en el caso de las instituciones autónomas e independientes, reconoció su derecho a decidir cuáles empleados son esenciales para desempeñar las funciones específicas encomendadas por el ordenamiento jurídico y cuáles no. La decisión debe ser gobernada por criterios de racionalidad y hasta de sentido común, sin olvidar el principio de remunerar igual trabajo de la misma manera.
Es difícil dejar de coincidir con la ministra de Planificación, Laura Fernández, cuando califica de “abusiva” la interpretación hecha por la Contraloría de los alcances de la ley al pretender “diferenciar puestos que son idénticos en todo el sector público, declarándolos ‘exclusivos y excluyentes’”.
“En Planificación, no seremos complacientes ni observadores pasivos de cómo se desviste de su propósito la ley, por lo que exploramos todas las rutas legales posibles para que se aplique adecuadamente”, advirtió Fernández.
La Contraloría actúa mal al sumarse a la rebelión contra la ley de empleo público, y la ministra Fernández hace bien al oponerse con decisión a la arbitrariedad, pero, aunque logre impedirla, el daño a la función contralora está hecho y todos debemos lamentarlo.