Todos los aniversarios, pero principalmente aquellos que, por el número de años acumulados, adquieren la condición de emblemáticos, nos devuelven a los impulsos y decisiones que sembraron la simiente de lo que merece ser celebrado. Por esto, al cumplir hoy 75 años de «La Nación», volvemos la mirada a la fuente de inspiración que, desde su primer ejemplar, marcó la ruta, enunció los valores y proclamó los propósitos que nos impulsan desde entonces: nuestro primer editorial. Con plena conciencia de la tarea que había por delante, fue titulado «Nuestro derrotero».
Cada palabra de su texto, enmarcado en nuestra sala de redacción actual, mantiene su vigencia. Porque la voluntad que lo animó fue trascender las complejas circunstancias políticas en que apareció este diario, centrarse en objetivos de amplio espectro, tanto para el país como para la índole de nuestro ejercicio periodístico, y enunciar así un canon para la acción presente y futura.
«Ha de quedar terminantemente establecido que este periódico no será dominado por sectarismos: ni partido político, ni credo social intransigente, ni inclinación pertinaz de género alguno», fue una de sus frases más emblemáticas. Revela una voluntad de apertura y respeto, y de dar prioridad a la realidad sobre los dogmas, a los hechos sobre los mitos y a la tolerancia sobre exclusión. A lo largo de estas siete décadas y media, nos hemos esforzado por respetar su impronta; también, por practicar la «inconformidad como elemento constructivo (...), antítesis del aplanamiento y de la inercia frente al estancamiento», y por ser «la más libre de las tribunas, desde donde los ciudadanos todos —y nosotros en la primera línea de combate— defiendan honrada, libre y tenazmente los elevados intereses nacionales».
Sobre la base de estos pilares, constantemente actualizados y renovados en función de cambiantes conocimientos, aspiraciones, retos, peligros y oportunidades, hemos acompañado desde entonces la evolución del país y su interacción con el mundo. Porque nuestro profundo compromiso con lo nacional entiende que formamos parte de una dimensión global, en la cual cada vez estamos más integrados.
En marzo de 1948, año y medio después de nuestra fundación, estalló la guerra civil. Tras casi tres meses de traumáticos episodios y un profundo desgarramiento nacional, fuimos capaces de inaugurar una nueva etapa política marcada por el civilismo. Encontró su manifestación más robusta con la Constitución de 1949, que consolidó la eliminación de las fuerzas armadas y dio paso a un proceso de elecciones consecutivas, competitivas y honestas, fundamento de nuestra democracia.
Sobre la base de importantes logros sociales en la década de los cuarenta y la restablecida alternabilidad en el poder, en la década siguiente se abrió un período de profundas reformas institucionales, desarrollo material, reafirmación de derechos y evolución socioeconómica. Un país eminentemente rural comenzó a dar pasos hacia un incipiente proceso de industrialización y urbanismo, que se aceleró con nuestro ingreso, en 1964, al Mercado Común Centroamericano y condujo a un énfasis en sustitución de importaciones.
Este modelo de desarrollo llegó a sus límites a finales de la década de los setenta. Su fase final, y muy costosa, fue el apogeo del «Estado empresario», plagado de ineficiencias y acompañado de lamentables brotes de corrupción. En parte por ello, pero también por desacertadas políticas macroeconómicas, inauguramos los ochenta con la peor crisis económica de nuestra historia moderna, a la que se unieron, en explosiva combinación, las guerras en Centroamérica y el establecimiento del régimen sandinista en Nicaragua. Fue esta una etapa de empobrecimiento y riesgos tangibles. Para «La Nación», como para tantos otros actores de nuestra vida pública, en particular los partidos políticos, el gobierno y las organizaciones empresariales y sociales, el reto de abordar la confluencia de riesgos pareció a veces imposible de superar, pero lo logramos.
La superación de la crisis dio paso a un necesario cambio en el modelo de desarrollo, basado en objetivos que siempre hemos defendido: apertura de mercados, flexibilidad económica, integración a la economía internacional, impulso a la inversión privada, estabilidad y diversificación productiva, como motores para la sana inversión social, el bienestar colectivo, la equidad y las oportunidades.
El balance entre estos objetivos es difícil, y si en algo hemos fallado como país es en el manejo de las finanzas públicas y en construir un aparato estatal que sea estratégico, eficaz y dinámico. Con la reforma fiscal del 2018, comenzamos a afrontar ambos desafíos; sin embargo, la pandemia los agudizó, y estamos ahora ante una circunstancia clave: si la Asamblea Legislativa actúa responsablemente respecto a la agenda de implementación del convenio con el FMI, será posible hacer avanzar la reforma del Estado, contener la explosiva deuda pública y mejorar las condiciones de vida de la población; si no, podemos entrar en marcha regresiva, acompañada de inestabilidad.
El reto ante esta coyuntura y hacia el futuro es marcadamente político. La ruptura del bipartidismo, notoria en las elecciones del 2002, fue resultado del agotamiento del esquema prevaleciente y del clientelismo y las disfuncionalidades que generó. Ahora, sin embargo, enfrentamos una fragmentación peligrosa, por su potencial para la confusión y el deterioro de la gobernabilidad democrática. Las próximas elecciones serán determinantes en lo que seguirá. Porque incluso si logramos emprender un camino de crecimiento, persisten enormes desafíos estructurales, como los de la educación, el transporte público, la falta de competencia en varios sectores productivos, la eficiencia y financiamiento de la seguridad social y la seguridad ciudadana, por mencionar algunos de los principales.
En todos los hechos, coyunturas, retos y avances mencionados, en los procesos que los han acompañado, en las discusiones surgidas a su alrededor y en la búsqueda de las mejores soluciones posibles, «La Nación» ha dicho siempre presente, basada en los pilares establecidos el 12 de octubre de 1946.
Nos hemos esforzado por practicar un periodismo ético, profesional y relevante, fundamentado en un claro sentido de nuestra independencia y del papel que la prensa libre cumple en las sociedades democráticas. Hemos descorrido cortinas para iluminar turbiedades, planteado denuncias para buscar enmiendas, fomentado debates para discernir entre prioridades y decisiones, abierto nuestras páginas —impresas y virtuales— a la búsqueda de mejores caminos y mantenido un compromiso insoslayable con la libertad, la democracia, las instituciones y los derechos humanos en su más amplio sentido.
Sabemos que los retos también nos tocan directamente, como empresa e institución periodística. La revolución en las comunicaciones y el ímpetu de las redes sociales y plataformas digitales nos obligan a repensarnos y reinventarnos constantemente, para mantener nuestra vigencia, vigor periodístico y aporte al país.
Hoy, 75 años después de «Nuestro derrotero», reafirmamos el compromiso con los mejores valores de nuestra profesión, de nuestra misión periodística y, sobre todo, del país. Redoblamos la voluntad de mantener vivo un espíritu libre, abierto, innovador, tolerante, realista, responsable, y de estar siempre abiertos a las aspiraciones de nuestros conciudadanos.