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Editorial: Aeropuerto en Orotina: ocho años de promesas

La historia de la terminal aérea en Orotina ha sido un cruel vuelo con turbulencias, marcado por un subibaja político. En medio de este estancamiento, los dueños de las propiedades congeladas viven un suplicio: no pueden vender, hipotecar ni heredar sus terrenos

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Hace ocho años, el gobierno de Luis Guillermo Solís le prometía al país un aeropuerto de clase mundial en Orotina. Hoy, lo único que hay es silencio, terrenos congelados y familias atrapadas en la incertidumbre.

Mientras el tiempo corre y el sexagenario aeropuerto internacional Juan Santamaría se acerca a su caducidad, el proyecto que debió marcar el futuro de la conectividad aérea sigue empantanado en discursos, estudios y vaivenes políticos. El problema es un ejemplo de la incapacidad de los gobernantes para tomar decisiones a tiempo.

Llevamos casi 30 años atorados en planes, pues desde 1996 se discute la necesidad de construir un nuevo aeropuerto internacional. En servicio desde 1958 y con una sola pista, el Juan Santamaría afronta serias limitaciones físicas. Aunque ha recibido mejoras, estudios técnicos advierten de que su vida útil no se extenderá más allá del año 2040. Esto significa que el momento de iniciar la construcción de una terminal alterna –cuyo desarrollo podría tardar entre 10 y 15 años– es ahora. Sin embargo, la toma de decisiones sigue siendo imperceptible.

La historia de la terminal aérea en Orotina ha sido un cruel vuelo con turbulencias, marcado por un subibaja político. En 2017, el gobierno de Solís declaró de interés público 370 propiedades de 442 personas en las comunidades de Mastate, la Ceiba y Coyolar, con la intención de avanzar en la expropiación de 1.950 hectáreas para construir una moderna terminal de dos pistas, diseñada para operar durante siete décadas, hasta finales de este siglo.

Sobre el papel, todo parecía encaminado: había estudios, un emplazamiento definido, renders, cronogramas y hasta proyecciones de crecimiento turístico. Sin embargo, un año después, el gobierno de Carlos Alvarado paralizó la iniciativa, priorizó mejoras en el Juan Santamaría y dejó en el aire el futuro del proyecto. Luego llegó la pandemia y, más tarde, la administración de Rodrigo Chaves retomó la idea, aunque solamente en discursos y estudios, sin una hoja de ruta clara para su despegue.

En ese vaivén, el prometido aeropuerto se ha ido encogiendo: pasó de dos pistas a una, de un presupuesto de $2.000 millones a $1.000 millones, de una terminal de lujo a un diseño austero. Pero el retraso, lejos de reducir costos, los encarece. Las expropiaciones suben de precio, los materiales también, y lo que hoy se recorta mañana se paga más caro.

En medio de este estancamiento, los dueños de las propiedades congeladas desde hace ocho años con el decreto ejecutivo 40.431-MOPT sufren en silencio. Un reportaje de La Nación reveló cómo ese decreto convirtió sus vidas en un suplicio: no pueden vender, hipotecar ni heredar sus terrenos. Están maniatados, sin derechos sobre sus propias casas o lotes. Algunos han invertido sus ahorros en mejoras que podrían perder, mientras que familias de Mastate, con décadas en la zona, temen ver sus tierras expropiadas para un proyecto que nadie se atreve a comenzar ni a descartar. Es un trato profundamente injusto; no se puede congelar la vida de las personas indefinidamente por una promesa incumplida.

Por si fuera poco, el aeropuerto no es un proyecto aislado. Su desarrollo requiere una planificación integral que incluya ordenamiento territorial, infraestructura hotelera, redes de suministro y, sobre todo, mejoras en el transporte. Un tren de acceso es clave, pero aún más urgente es la ampliación de la ruta 27, colapsada desde 2014, apenas cuatro años después de su apertura.

Sin embargo, al igual que el nuevo aeropuerto, la ampliación de esta carretera sigue atascada porque ningún gobierno ha querido asumir la decisión de construir más carriles. En este contexto, hablar de un nuevo aeropuerto resulta inviable si ni siquiera se ha garantizado un acceso vial adecuado.

Así, dos obras vitales para el país siguen esperando a que, algún día, un presidente de la República tome una decisión. Aunque son proyectos de interés nacional, la política los ha dejado varados. Costa Rica necesita con urgencia una firme determinación. No se trata de construir la ruta 27 o el aeropuerto de inmediato, sino de definir una posición clara, coherente, responsable y basada en criterios técnicos.

Si los estudios más recientes confirman que Orotina sigue siendo la mejor opción, entonces debe avanzarse con las expropiaciones, los diseños y el modelo de financiamiento. Si no lo es, debe elegirse otro sitio y cerrar el capítulo con transparencia.

Lo que no se puede hacer es seguir postergando. No se puede jugar con el desarrollo del país ni con la estabilidad de cientos de familias. No se puede vivir atrapado entre planes inconclusos, gobiernos indecisos y promesas vacías. La postergación crónica ya no es prudencia, es negligencia.

Cada año perdido acerca al país al momento del colapso del Juan Santamaría, prolonga la angustia de los vecinos de Orotina y resta competitividad al país. El futuro no se improvisa; se construye con decisiones. Y la del aeropuerto ya no puede esperar.

Prometieron un aeropuerto nuevo en 2027… ocho años después, nadie sabe cuándo se hará y la incertidumbre crece en Orotina. Render del proyecto de 2017 y fotografía de dron de la realidad en 2025.
La construcción de un aeropuerto nuevo en Orotina sigue siendo solo una promesa. Fotos: LN (José Cordero/Cortesía y José Cordero (La Nación))
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Análisis de opinión en cada editorial de La Nación, medio de referencia en Costa Rica, fundado en 1946.

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