A 75 años de Hiroshima y Nagasaki, el rechazo a las armas nucleares se mantiene como imperativo universal.
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El 6 de agosto de 1945, a las 1:45 de la madrugada, un bombardero B29, piloteado y comandado por el coronel Paul Tibbets, despegó de la base aérea estadounidense North Field, en la isla Tinian, y se dirigió al sudoeste de Japón. A las 8:15, se abrieron las compuertas inferiores de la nave y la primera bomba atómica en la historia de la humanidad se precipitó sobre la ciudad de Hiroshima. Su detonación, 43 segundos después, equivalente a 12.000 toneladas del explosivo TNT, generó un hongo negro de dimensiones apocalípticas, que quedó fijado para siempre como el más terrible ícono de la destrucción nuclear. En pocos minutos murieron entre 70.000 y 80.000 personas. El número de heridos fue similar. Al caer la noche, miles más habían fallecido por quemaduras y radiación, para un total estimado en 135.000 personas, el 40 % de la población.
Tres días después, una hecatombe similar se produjo en Nagasaki, arrasada por una bomba de mayor poder explosivo, aunque las víctimas fueron alrededor de la mitad. El 15 de agosto Japón anunció la rendición, y su firma, el 2 de setiembre, marcó el fin de la Segunda Guerra Mundial, que ya se había apagado en Europa y el norte de África.
Al conmemorar 75 años de tan horribles acontecimientos, todos los seres humanos debemos unirnos en profunda solidaridad con las víctimas: ni ahora ni nunca debe borrarse de nuestras conciencias el horror por tan enorme y despiadado saldo ni la necesidad de tributo a quienes lo padecieron. Pero más importante aún es impulsar cada vez más el clamor de rechazo universal a las armas nucleares y la determinación de que nunca jamás sean usadas como instrumentos para dirimir conflictos.
Desde la decisión tan extrema tomada por el presidente Harry Truman, con el argumento de que era la vía más expedita para terminar la guerra, ha existido un gran debate sobre la real necesidad de los bombardeos atómicos para forzar la rendición de un Japón que, hasta entonces, sin duda había protagonizado una despiadada violencia. Sobre todo, se ha discutido si el horrible saldo era necesario para evitar la prolongación del conflicto y las muertes que este cobraría, tanto entre militares como civiles. Es difícil tener un criterio seguro al respecto. Sin embargo, si bien la interpretación de la historia es cambiante y, en algún sentido, subjetiva, los hechos que la componen no lo son. Y, en este caso, el balance fue objetivamente pavoroso. Además, el 6 y 9 de agosto de 1945 no solo detonaron las bombas; comenzó una nueva e inquietante era para la humanidad, bajo la constante espada de Damocles del holocausto nuclear.
Tras Estados Unidos, la Unión Soviética también comenzó a desarrollar un impresionante arsenal atómico. El Reino Unido, Francia y China se unieron muy pronto al grupo, que llegó a ser conocido como las “potencias nucleares originales”. Posteriormente se añadieron la India, Pakistán, Israel y Corea del Norte. Y, a pesar de la existencia del Tratado de No Proliferación Nuclear, el riesgo de su multiplicación es grande. Luego de la denuncia del acuerdo multinacional con Irán por el gobierno de Donald Trump, las limitaciones y controles sobre su programa nuclear se han deteriorado gravemente. El desarrollo de programas nominalmente civiles por parte de los Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita provoca enormes inquietudes de su uso con propósitos militares.
A lo anterior se añaden las crecientes tensiones entre Estados Unidos y China, cada vez más empeñada en aumentar su potencial bélico en todos los ámbitos, y la denuncia o no renovación de diversos acuerdos de control nuclear ruso-estadounidenses logrados en los momentos finales de la Guerra Fría o en su período posterior inmediato.
En este contexto, la aprobación por 122 Estados, el 7 de julio del 2017, del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares, ya en vigencia, es un hito, en el cual Costa Rica tuvo gran liderazgo. Aunque ninguna potencia nuclear, y prácticamente ningún país que recibe protección directa de sus “sombrillas”, lo ha ratificado, el instrumento es un claro testimonio de que, 75 años después de Hiroshima y Nagasaki, una mayoría de los Gobiernos —y quizá mayor aún de los pueblos— del mundo se oponen a esas terribles armas. El espectro de su uso no solo se mantiene, sino que se ha acrecentado por renovadas tensiones geopolíticas. Sin embargo, la insistencia en su rechazo debe ser una tarea constante; un imperativo para la supervivencia de la humanidad.
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