Los obispos de Nicaragua tienen razón. “Este pueblo atraviesa hoy una de las peores crisis de su historia”, declaró la Conferencia Episcopal el pasado martes, en referencia a la despiadada ola de represión desatada por el gobierno contra sus propios ciudadanos. El saldo de muertos, heridos, detenidos y agredidos acumulado hasta ahora rivaliza con los momentos más oscuros vividos por el hermano país durante el siglo XX. Peor aún, las cifras no cesan de crecer.
El régimen, encabezado por Daniel Ortega y Rosario Murillo, su esposa y vicepresidenta, no da señales de estar dispuesto a renunciar a la arbitrariedad y permitir que se haga justicia. Tampoco se ha comprometido realmente a buscar una salida pacífica y democrática ante su absoluta pérdida de legitimidad y gobernabilidad. El resultado de esta actitud, más que crítico, ha sido trágico.
Durante una visita de inspección a Nicaragua, efectuada entre el 17 y el 21 de este mes, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) documentó un pavoroso saldo, acumulado desde el 18 de abril: al menos 76 muertos, todos (salvo dos policías) civiles, y en su mayoría jóvenes; 868 heridos y 438 detenidos, en particular estudiantes, defensores de los derechos humanos y periodistas.
En su informe, divulgado el mismo día cuando concluyeron las indagatorias, la CIDH no vaciló en condenar “enfáticamente las muertes, agresiones y detenciones arbitrarias”, producidas “especialmente durante los primeros días de las protestas” y denunció la censura a medios de comunicación y los “tratos crueles, inhumanos y degradantes” que, según abundantes testimonios, fueron utilizados contra muchos de los detenidos.
El documento concluye con 15 recomendaciones, entre ellas cesar de inmediato la represión; garantizar las libertades de expresión, reunión y manifestación; establecer un mecanismo de investigación internacional e independiente, que identifique a los responsables para llevarlos ante la justicia; desmantelar los grupos parapoliciales, y facilitar la visita y desempeño de los representantes de organismos de derechos humanos del Sistema Interamericano y las Naciones Unidas.
La espiral represiva que ha generado tanto dolor comenzó luego de que, a mediados de abril, Ortega impusiera, sin previas negociaciones, una drástica reforma al calamitoso sistema nacional de pensiones, próximo al colapso. La medida generó masivas protestas. El gobierno, lejos de afrontarlas mediante una actitud civilista que precediera un posible diálogo sobre el tema, acudió de inmediato al uso desbordado de la fuerza, no solo desde la Policía, sino también utilizando grupos paramilitares o turbas, controlados por él. Pero esta brutal estrategia, en lugar de contener, alentó un movimiento de rechazo que muy pronto pasó de las reivindicaciones concretas a una exigencia de cambio político que se extendió por todo el país.
Acorralado, el régimen suspendió la reforma en las pensiones y creó una supuesta “comisión de la verdad” sin independencia alguna, al tiempo que incrementaba la represión. Nada de esto complació a los manifestantes, quienes exigen un verdadero cambio en la composición del gobierno, incluyendo la salida de la pareja presidencial. En el clímax de los enfrentamientos, la Iglesia católica convocó a un “dialogo nacional” mediado por ella, con participación del gobierno, estudiantes, activistas y empresarios, y Ortega autorizó el ingreso de la CIDH. Luego dijo estar dispuesto a acatar sus 15 recomendaciones.
El diálogo sigue abierto y quizá rinda frutos tangibles; sin embargo, en el terreno, la situación no ha cambiado. La represión y el uso del miedo como herramienta continúan; el martes, incluso, los obispos denunciaron que tanto ellos como varios sacerdotes han sido amenazados de muerte. Ortega no ha dado muestra alguna de apertura hacia una transición democrática, que saque al país de la crisis y abra el camino para un relevo ordenado y a corto plazo. Esta parece ser la única vía posible para traer normalidad y evitar que la tragedia crezca y el país se paralice.
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El pueblo nicaragüense, que tanto ha dado de sí y tanto ha demostrado su rechazo a la arbitrariedad, merece un decidido respaldo de la comunidad internacional en sus afanes democráticos y civilistas. El secretario general de la OEA, Luis Almagro, debe salir de su pasividad y tomar una actitud firme ante el régimen y la Organización activar sus mecanismos, incluso la posibilidad de invocar la Carta Democrática, para tomar acción. Estados Unidos y la Unión Europea deben ser más enfáticos en sus condenas y presiones contra Ortega y Murillo.
¿Y Costa Rica? Nuestro país, sin duda, está en una delicada posición, dada su vecindad con Nicaragua; sin embargo, esto no debe conducirnos a la parálisis. Al contrario, se impone coadyuvar activamente en las acciones que, en el marco de la legalidad, impulsen el cambio. No se trata solo de ser consecuentes con nuestros principios, sino de comprender que nuestro mejor vecino siempre será una Nicaragua democrática y estable, no un país dominado por una dinastía cínica, obtusa y dictatorial.