La guerra en Ucrania, generada por la invasión rusa del año pasado, que este domingo cumple 620 días, sigue su curso de muerte y destrucción. El invierno se acerca y hará prácticamente imposible operaciones de campo, pero estimulará los ataques a distancia, sean aéreos o con plataformas de largo alcance. El viernes, por ejemplo, Rusia lanzó uno de los más masivos ataques con drones de las últimas semanas sobre blancos tanto civiles como militares.
La ofensiva ucraniana durante el verano, sobre la cual existían tantas expectativas, ha tenido pocos avances. Sus fuerzas han logrado capturar algunas posiciones de importancia, pero recuperar poco territorio. En días recientes, en declaraciones a la revista británica The Economist, el comandante en jefe de las fuerzas armadas ucranianas, general Valerii Zaluzhnyi, dijo que la guerra estaba en un impasse.
A pesar de haber perdido alrededor de 150.000 soldados e infinidad de equipos, la capacidad militar de Rusia se mantiene, y todo indica que ha sido capaz de acelerar la producción de armas y municiones, aunque a un enorme costo para la economía y una distorsión en las asignaciones presupuestarias. La capacidad de Ucrania ha sido admirablemente reforzada mediante la transferencia de armamentos occidentales de altísima tecnología, la agilidad de sus cadenas de mando, el ingenio de sus estrategas y la entrega de la población. Sin embargo, a menos que se mantenga el flujo de apoyo de Estados Unidos y Europa, tanto bélico como económico, sus capacidades de resistencia y ofensiva se verán seriamente disminuidas.
Por esta situación, los aliados no deben olvidarse de Ucrania; tampoco, adoptar una actitud de fatiga ante un conflicto que se prolongará por mucho tiempo más; menos, permitir que se convierta en foco de disputas políticas internas, como por desgracia asoman en Estados Unidos. Al contrario, se necesita mantener un compromiso robusto y a largo plazo. Este no solo depende de mantener —y ojalá aumentar— el apoyo ante la agresión, sino también de contribuir a la sostenibilidad y eventual recuperación económica ucraniana, y a abrirle una ruta clara y expedita para su incorporación a la Unión Europea. Es decir, se impone una mirada a largo plazo. El riesgo de que tal cosa no sea posible, por desgracia, es real.
Tras el ataque terrorista de Hamás contra Israel, la sanguinaria guerra a que ha conducido y el riesgo de que el conflicto llegue a adquirir un carácter regional, la atención global se desplazó hacia el Oriente Próximo. Estados Unidos, en particular, ha realizado un enorme envío militar —esencialmente naval— a la zona, por ahora con carácter disuasivo. Además, está transfiriendo a los israelíes recursos militares a gran escala, y necesitará fondos para mantener y, eventualmente, acrecentar este flujo hacia su cercano aliado.
Lo anterior no ha impedido que mantenga la asistencia a Ucrania; sin embargo, un sector extremista del Partido Republicano se opone a destinarle mayores recursos. Todo indica que fracasará en su intento y que el Congreso finalmente aprobará las partidas solicitadas por el Ejecutivo, tanto para Ucrania como Israel. Sin embargo, un eventual triunfo de Donald Trump sobre Joe Biden en las elecciones de noviembre próximo podría dar al traste con esa política.
Europa, hasta ahora, ha brindado creciente apoyo a los ucranianos. Para sus países, el conflicto tiene un carácter mucho más existencial que para los estadounidenses, y su decisión es mantener y hasta acrecentar el apoyo. Sin embargo, necesitan de Washington, tanto económica como militarmente, y no pueden descuidar los frentes internos, con crecientes tensiones y reclamos por los recursos destinados a la guerra.
El dictador Vladímir Putin apuesta por el desgaste y la fatiga, tanto de Ucrania como de Occidente, para lograr un desenlace a su favor. Esto sería catastrófico tanto para Europa como para el resto del mundo. Implicaría, ni más ni menos, aceptar que mediante la fuerza se puede cercenar la integridad territorial de los Estados y crearía condiciones para agresiones futuras. Por esto, se impone mantener el compromiso a largo plazo con el país agredido, lo cual quiere decir, además, con principios básicos del derecho internacional.
Ucrania no debe ser olvidada ni descuidada. La ejemplar solidaridad con que ha contado su heroico pueblo hasta ahora debe prolongarse. Es mucho lo que está en juego.