La arremetida de la dictadura nicaragüense contra la Iglesia católica alcanzó en la madrugada del viernes un punto extremo con el secuestro del obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, y varios de sus colaboradores, sitiados y acosados en la casa diocesana desde el 4 de este mes.
Horas después, el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo comunicó que Álvarez se encontraba en “resguardo domiciliario”, es decir, bajo arresto, en Managua. Los demás detenidos, según la versión oficial, cumplían “las diligencias respectivas en la Dirección de Auxilio Judicial”, situada en la temible prisión El Chipote.
Su suerte es imposible de predecir, dado el carácter absolutamente arbitrario de la captura, la perversión de la dictadura y la falta de garantías procesales que impera en Nicaragua. Sin embargo, desde hace dos semanas, la Policía abrió un proceso contra Álvarez, el obispo más crítico del régimen, bajo los absurdos cargos de “desestabilizar el Estado de Nicaragua” e “intentar organizar grupos violentos y ejecutar actos de odio contra la población”. Por esto, tanto él como sus colaboradores se exponen a severas sanciones.
La incitación al odio que absurdamente se le atribuye solo tiene una fuente en el vecino país: los dictadores y sus cómplices, que se han encargado de suprimir, con saña y sin escrúpulos, las organizaciones y los grupos críticos, o, simplemente, distintos del régimen.
La cadena de actos represivos desde la brutal represión de abril del 2018 cada vez ha sido más amplia. A ella responde el encarcelamiento de ocho exaspirantes presidenciales, periodistas y antiguos militantes sandinistas, entre muchos otros; también, la supresión de más de mil organizaciones no gubernamentales.
Esta oleada no se ha detenido frente a la Iglesia católica. Al contrario, por su independencia organizativa, su penetración en todo el territorio, el liderazgo de muchos sacerdotes y la fe de millones de nicaragüenses, el régimen la concibe como un enemigo central. De ahí el vicioso asalto emprendido en su contra. Además de otros actos previos, entre ellos el exilio forzado del obispo auxiliar de Managua, monseñor Silvio Báez, en lo que va del año han sido detenidos tres sacerdotes y clausuradas doce emisoras de radio y tres canales de cable católicos. A esto se une el asedio constante contra varias parroquias, sus párrocos y feligreses, y la expulsión, en julio, de las religiosas pertenecientes a la Asociación Misioneras de la Caridad, establecida por Teresa de Calcuta.
Es contra tales arbitrariedades que monseñor Álvarez ha alzado su voz, y es como represalia a su digna actitud pastoral que fue puesto en la mira del aparato represivo. No solo se le quiere castigar, sino también, por esa vía, enviar un mensaje de amedrentamiento a otros religiosos para acallarlos y pretender convertirlos en cómplices por omisión de lo que ocurre en el país. Ante estos hechos, la Iglesia no puede permanecer en silencio.
Tras el secuestro de Álvarez, la Arquidiócesis de Managua, la Conferencia Episcopal Latinoamericana y del Caribe (Celac) y las de Costa Rica y Panamá manifestaron su solidaridad con el prelado y sus colaboradores, y, en algunos casos, condenaron explícitamente su detención. Sin embargo, aunque voceros del Vaticano han dicho que el papa Francisco está enterado de lo que ocurre y se mantiene una “operación diplomática” para encontrar una salida, lo cierto es que aún no se produce una manifestación explícita de rechazo y condena de su parte, no solo por la detención de Álvarez, sino también por el asalto general contra la Iglesia de Nicaragua.
Por esto, celebramos que 26 exjefes de Estado o Gobierno iberoamericanos, entre ellos cinco costarricenses —Óscar Arias, Rafael Ángel Calderón, Laura Chinchilla, Miguel Ángel Rodríguez y Luis Guillermo Solís— expresaran su repudio contra la represión, su solidaridad con las víctimas y los valores que defienden, e instaran al papa Francisco a sostener “una firme postura de defensa del pueblo nicaragüense y su libertad religiosa”.
La timidez o apaciguamiento vaticano, lejos de inducir a una salida a la represión, más bien la estimula. No estamos ante una situación contra una persona o un grupo en particular de religiosos, sino ante una estrategia total de captura y sometimiento de la sociedad y, como parte de ella, la Iglesia. Es hora de alzar la voz con mayor vigor.