Tras una larga carrera, plagada de obstáculos múltiples que a menudo parecieron insalvables, Estados Unidos dejará al fin de ser el virtual paria ambiental en que se convirtió durante el gobierno de Donald Trump. Al contrario, se incorporará a los que encabezan la lucha a favor del ambiente. Es algo digno de celebrar, por sus implicaciones globales.
El avance se da gracias a una ambiciosa iniciativa aprobada el 7 de este mes por el Senado y, el pasado viernes, por la Cámara, que se convertirá en ley dentro de pocos días, cuando la firme el presidente Joe Biden.
El texto, bautizado con sentido político como Ley de reducción inflacionaria (Inflation Reduction Act), incluye disposiciones de diversa índole, como un impuesto mínimo del 15% a las corporaciones, subsidios de salud más generosos para millones de personas y la autorización al gobierno para negociar con las grandes farmacéuticas los precios para las medicinas adquiridas por sus programas de asistencia social. Sin embargo, la parte más significativa, realmente histórica, es la relacionada con el ambiente.
La legislación dista mucho de lo ideal, porque es producto de complejos compromisos. Merced a ellos, los demócratas lograron lo que semanas atrás parecía imposible: los votos unánimes de sus 50 senadores que, sumados al de la vicepresidenta Kamala Harris, permitieron superar la monolítica oposición de los 50 republicanos y avanzar hacia una mayoría más cómoda entre los representantes.
Entre las mayores debilidades están la ausencia de impuestos a las emisiones de carbono —medida que goza de mayor apoyo entre respetados economistas—, la exigencia para que el gobierno federal subaste más lotes en sus tierras para la explotación petrolera y el compromiso de completar un gasoducto en Virginia occidental. Sin embargo, sus aspectos positivos superan por mucho estas falencias y generan un balance sumamente robusto.
La gran palanca de la nueva legislación son los subsidios y créditos fiscales, por más de $370.000 millones a lo largo de varios años. Mediante ellos se impulsarán tecnologías para capturar carbono, incentivar la producción y el uso de paneles solares, así como de baterías, energía eólica y geotérmica, y generadores nucleares avanzados. Además, estos instrumentos financieros incentivarán proyectos ambientales y de energías limpias en comunidades pobres, la reducción de emisiones en la agricultura, la inversión en plantas para la fabricación de autos eléctricos, ayudas para su adquisición por personas con ingresos medios o bajos y la mejora de la eficiencia energética doméstica.
Gracias a estas y otras medidas se espera que a finales de la presente década Estados Unidos disminuya alrededor del 40% sus emisiones respecto al 2005, una caída muy significativa, sobre todo, si tomamos en cuenta que es el segundo emisor mundial de carbono, después de China. Será un enorme impulso para que la humanidad se acerque más a la difícil meta de que el calentamiento global no haya subido a finales de siglo más allá de 1,5 grados Celsius con respecto a los niveles preindustriales; de lo contrario, la crisis ambiental que ya vivimos podría tornarse incontrolable.
No sorprende que el Partido Republicano, lejos de sumarse a un esfuerzo de enormes beneficios para el ambiente, el crecimiento económico y el bienestar de la población, decidiera hacerle la guerra con total miopía. Durante años, su postura ha sido negacionista o desdeñosa del calentamiento global, y de apoyo a los intereses de los grandes productores y usuarios de hidrocarburos. Quebradas al fin, aunque trabajosamente, las barreras de esta oposición, es muy probable que puedan venir otros progresos ambientales, aunque tampoco pueden descartarse del todo peligrosos retrocesos.
La esperanza es que la dinámica económica, social y política que desate esta legislación, y los beneficios que sin duda rendirá, tornen irreversibles los avances. Esta es la gran apuesta. Vale la pena aplicarse a ella.