En el 2021, la inversión en infraestructura llegó al punto más bajo de los últimos 30 años. El año entrante no será mucho mejor. Según el Programa Estado de la Nación, los recursos destinados a obras se han reducido de un 5,1% del producto interno bruto (PIB), en el 2009, al 2,6% en el 2021. En números absolutos, la inversión alcanzó ¢1.611 millones en el 2017 y cayó con la crisis fiscal del 2018. En la actualidad, la cifra es inferior a la del 2008.
Mientras tanto, las necesidades aumentan. Las crecientes demandas ciudadanas recuerdan la estrecha relación entre infraestructura y calidad de vida. Las áreas rezagadas del país, en particular costas y fronteras, necesitan caminos y puentes para incorporarse al progreso. Los promotores de la inversión extranjera, la industria turística y otros sectores insisten en el desarrollo de obras para competir mejor.
Sin embargo, los recursos disponibles ceden terreno a la inflexibilidad de los presupuestos públicos, comprometidos de antemano con las impostergables remuneraciones, transferencias y servicio de la deuda pública. Durante décadas, Costa Rica expandió el gasto corriente en detrimento del gasto de capital, y no ha encontrado formas de compensar, siquiera parcialmente, la reducción de este último.
Pocos dudan a estas alturas de la necesidad de recurrir a alianzas público-privadas, pero seguimos en espera de verlas plasmadas en la realidad. Por otra parte, apenas se discute sobre novedosos esquemas de financiamiento, como la optimización de obras existentes para convertirlas en fuentes de recursos para el desarrollo de nueva infraestructura y mantenimiento de la existente.
La preservación de infraestructura ya construida también sufre la estrechez presupuestaria. Hay, por ejemplo, cientos de puentes necesitados de reparación y, en muchos casos, la intervención es urgente. Hay puentes dañados en rutas de vital importancia, como la Interamericana norte y la 32, entre San José y Limón, además de la Interamericana sur y la Costanera.
El deterioro de las carreteras está a la vista y los expertos temen por el encarecimiento de las reparaciones con el paso del tiempo. Un estudio del Laboratorio Nacional de Materiales y Modelos Estructurales (Lanamme) de la Universidad de Costa Rica, citado en varias oportunidades por este periódico, estima que cada dólar no invertido en mantenimiento se convierte en un gasto de entre $7 y $10 al momento de reconstruir o reparar daños mayores.
La Cámara Costarricense de la Construcción califica la situación como una “crisis nacional” y señala el efecto pernicioso de la mala gestión y planificación de las obras, el uso ineficiente de los recursos y la falta de una política de Estado para poner el desarrollo de infraestructura pública a salvo de los vaivenes de la política partidista.
Si esa política de Estado parte de la escasez de recursos y la necesidad de compensarla con la participación privada, podría contribuir a romper el círculo vicioso de los presupuestos decrecientes, las necesidades en aumento y el encarecimiento de las soluciones. Desafortunadamente, ocurre lo contrario. La concesión de obra pública, por ejemplo, cayó hace una década en el remolino de la política electoral y todavía no se libra por completo. La ruta desde San José hacia San Ramón, causante de aquellos debates, todavía está lejos de la ampliación requerida desde entonces.
La política de Estado también debería tener entre sus principios rectores el consejo de Pamela Jiménez, coordinadora de la investigación del Estado de la Nación: la inversión en obra pública debe ser entendida como elemento indispensable para el crecimiento económico y no como un componente residual del gasto público.