El martes, el Partido Republicano celebró procesos electorales internos en 15 estados; el Demócrata, en 14 y el territorio de Samoa. Los resultados confirmaron lo predecible: el 5 de noviembre los estadounidenses escogerán nuevamente a su presidente entre Donald Trump y Joe Biden. Existen otros pocos candidatos, pero su única importancia, aunque no desdeñable, es cómo afectarán la competencia bipartita.
El jueves, Biden presentó ante una sesión conjunta del Congreso el discurso sobre el estado de la Unión. Su tono y contenido dejaron atrás el comedimiento usual del presidente. Esta vez, no tuvo reparos en hacer explícita una triste realidad; en sus palabras: “Nunca, desde el presidente Lincoln y la guerra civil, la libertad y la democracia han padecido un asalto interno como el de hoy”, que se combina con el que sufren alrededor del mundo.
La naturaleza de ambos rituales cívicos es muy diferente. Las consultas celebradas el supermartes son dinámicas internas de los dos partidos que dominan la vida política de Estados Unidos. El estado de la Unión es un mandato constitucional. Sin embargo, ambos han puesto de manifiesto que, meses antes de la proclamación oficial de las candidaturas, la campaña electoral ha roto el fuego.
Por desgracia, no solo tendrá un grado de polarización, visceralidad y ataques inusitados en la trayectoria de la Unión estadounidense; más aún, no exageramos al decir que la elección será la más consecuente para Estados Unidos y el mundo en más de un siglo. Porque lo que estará en juego no son solo distintas escalas de prioridades gubernamentales u opciones de política pública, como debería ocurrir en una democracia madura. En este caso, como dijo Biden, sí se juega en buena medida el futuro de la libertad y la democracia dentro y fuera del país, es decir, la naturaleza de su sistema.
Un triunfo del actual presidente las protegerá de manera decidida y —es muy probable— también eficaz: su desempeño en estos tres años y un mes así lo demuestra. En cambio, la posible victoria de su contendiente, en el mejor de los casos, abriría un período de extrema inestabilidad e incertidumbre, con consecuencias impredecibles. En el peor, que por desgracia es lo más probable, conduciría a un ejercicio gubernamental vengativo, aislacionista, desdeñoso de las instituciones, con voluntad claramente autoritaria y dispuesto a subordinar los derechos de sus propios ciudadanos a los intereses más estrechos de Trump y un Partido Republicano totalmente plegado a sus órdenes y caprichos.
En el estado de la Unión, Biden presentó un caso muy convincente sobre su labor. En el ámbito interno, se refirió, entre otras cosas, a la reactivación económica, el incremento en las inversiones productivas, la disminución récord del desempleo, los nuevos programas sociales y de salud, las iniciativas tributarias redistributivas, el aumento en los fondos para investigación y desarrollo, el repunte de las manufacturas, la baja en los índices de criminalidad, su compromiso con los derechos reproductivos de las mujeres y el impulso a las tecnologías verdes y otras iniciativas ambientales.
En el ámbito externo, además de la necesidad de frenar el expansionismo ruso en Ucrania, destacó la incorporación de Finlandia y Suecia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), reiteró su solidaridad con Israel y los civiles palestinos, se comprometió a mantenerse firme ante las “prácticas económicas injustas” de China, destacó las alianzas de seguridad en Asia y reiteró su compromiso con “la paz y la estabilidad” en “el estrecho de Taiwán”.
A la promoción de sus logros añadió, con inusual y necesaria crudeza, un ataque a la conducta antidemocrática de Trump. Además, reclamó la complicidad de muchos senadores y representantes republicanos presentes, que se han plegado a sus dictados, han boicoteado legislación esencial para el país (por ejemplo, en el ámbito migratorio) y se han negado hasta ahora a autorizar una ayuda militar indispensable para que Ucrania continúe enfrentando la agresión rusa.
Biden también fue inteligente en el abordaje de su avanzada edad (81 años, apenas 4 más que Trump). Lo hizo mediante la energía de su discurso, algo destacado por la mayoría de los analistas, y con un par de frases antológicas: “Lo que enfrenta nuestra nación no es cuán viejos somos, es cuán viejas son nuestras ideas”, seguida por “el odio, el enojo, la venganza, las represalias son las ideas más viejas, pero no se puede pretender liderar Estados Unidos con ideas antiguas que nos regresan al pasado”.
Coincidimos. Sin desdeñar los estragos de la edad, sean físicos o cognitivos, que acechan por igual a ambos candidatos, lo más relevante de esta contienda es lo que representa y augura cada uno: del lado de Biden, una continuidad enmarcada por el respeto total a la democracia; del de Trump, el riesgo de que esta se deteriore drásticamente, con consecuencias devastadoras. Los electores deberían sopesarlo muy seriamente.