En el 2019, las 4.554 juntas de educación recibieron ¢289.530 millones en transferencias del Presupuesto Nacional, es decir, un 0,8% del producto interno bruto (PIB). Es un mar de dinero, pero hay otras fuentes de financiamiento, como el 10% del impuesto sobre bienes inmuebles recaudado por los gobiernos locales.
Los números explican la alarma de la Contraloría General de la República cuando constató que las juntas son auténticas “cajas negras”, donde se pierden de vista grandes sumas de dinero público. Las deficiencias detectadas integran una larga lista y, en conjunto, impiden el control, la transparencia, la rendición de cuentas y la prevención de la corrupción.
Las municipalidades nombran a los miembros de las juntas de educación, muchos de ellos ciudadanos de buena voluntad, dispuestos a colaborar con los más nobles fines de sus comunidades, pero carentes de la formación necesaria para enfrentar la compleja tarea encomendada. Hay, también, interferencias de la política y operadores motivados por fines inconfesos.
Las juntas están encargadas de vigilar la buena marcha de los centros educativos, desarrollar proyectos de infraestructura, administrar los comedores escolares y entregar subsidios de transporte. En cada caso, abundan las oportunidades para desviarse de los mejores propósitos.
Esas oportunidades se magnifican con el desorden. Según la Contraloría, la revisión de una muestra de 1.441 juntas evidenció diferencias de hasta ¢211 millones en los ingresos, egresos y registros auxiliares necesarios para identificar la fuente de los recursos. En consecuencia, solo es posible rastrear los fondos recibidos del Gobierno Central y eso sin posibilidad de determinar su eficaz ejecución.
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Los informes trimestrales presentados a las direcciones regionales del Ministerio de Educación Pública (MEP) no están sistematizados ni estandarizados y, en muchos casos, las cuentas bancarias se manejan sin ninguna coherencia. La Contraloría encontró 42 juntas con más de cinco cuentas y una de ellas tiene 57.
Las sedes regionales del MEP, como salta a la vista con el desorden descrito, no ejercen –y con la información a su alcance no podrían ejercer— un control adecuado sobre los presupuestos. La consecuencia no es solo el desperdicio de fondos sino también su deficiente aprovechamiento en menoscabo del proceso educativo. En 132 casos, el presupuesto del 2018 no contempló la totalidad de los fondos disponibles y en algunos, las diferencias superaron el 90%.
Los problemas no son inéditos. En el 2018, el MEP se cuestionó el papel de las juntas en el desarrollo de infraestructura y decidió ejercer un rol más activo. Obras sin terminar, costos excesivos, materiales de baja calidad, dificultades en la contratación de profesionales y deficiencias en los carteles de licitación están entre las deficiencias más frecuentes.
Las repercusiones se hacen sentir en la infraestructura educativa. Alumnos de 65 planteles dañados por el terremoto de Nicoya, en setiembre del 2012, fueron condenados a una larga espera aunque el dinero necesario estuvo a disposición desde el momento de la emergencia. Mientras pasaba el tiempo, los estudiantes se vieron forzados a recibir lecciones en galerones y estructuras dañadas.
El informe de la Contraloría y la discusión interna del MEP apuntan a una imperiosa necesidad de revisar el modelo. Costa Rica invierte cuantiosos recursos en educación pese a los retos de sus finanzas públicas. Ni un solo céntimo debe ser desperdiciado y mucho menos malversado.