Las sinuosas maniobras políticas llamadas, en conjunto, “campaña sucia”, reciben y merecen el repudio de buena parte de la sociedad. La mentira, la adulteración de documentos, audios y videos o el insulto gratuito denigran el proceso electoral y erosionan la confianza en los políticos y en la democracia.
Son recursos tan viejos como la política, pero la moderna tecnología los potencia y transforma. Una de las innovaciones de la era digital son las noticias falsas o fake news, masivamente difundidas por Internet. No se trata de un fenómeno exclusivo de la política, pero es en ese ámbito donde repercuten con mayor trascendencia.
El término, sin embargo, está siendo secuestrado por los principales impulsores y beneficiarios de las noticias falsas. El presidente estadounidense Donald Trump adoptó la expresión para describir las informaciones críticas de periódicos tan serios y prestigiosos como el Washington Post y el New York Times, así como las noticias difundidas por CNN y otros reconocidos medios electrónicos.
Si uno de esos medios ofrece bien fundados informes sobre la frustrada intención de despedir al fiscal especial encargado de indagar sobre los contactos entre la campaña republicana y el gobierno ruso, Trump les resta importancia con el calificativo fake news que, en ese instante, se convierte en una falsificación mil veces repetida para afectar injustamente la reputación de los medios de comunicación y sus periodistas.
Lo mismo parece suceder en Costa Rica con el término “campaña sucia”. La frase está siendo secuestrada para incluir en ella informaciones, veraces y de interés público, capaces de afectar aspiraciones políticas. La falsificación, en este caso, deliberadamente confunde la difusión de datos importantes para decidir el voto con simples mentiras o adulteraciones de la realidad.
Quien informa de un hecho relevante y cierto no incurre en campaña sucia por mucho que el dato afecte negativamente a un candidato. Por el contrario, hace un importante servicio al país y al electorado, siempre que la denuncia se haga de frente, con valentía, entereza y sentido ético.
Pero los aficionados a hacer campaña sucia están entre los primeros en describir como tal las informaciones que les afectan, no importa el interés público o la verdad. Utilizan la misma técnica de Trump: si el dato incomoda, se ahorran las explicaciones e intentan pasar la página con el simple calificativo de “campaña sucia”.
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No falta quienes hacen el juego a la maniobra, quizá sin darse cuenta, para presentarse arropados por el blanco manto del conciliador incapaz de descender a las profundidades de la mal llamada campaña sucia. Disfrutan en silencio el efecto de las verdades sobre las fortunas políticas de sus contrincantes, pero, a la primera oportunidad, las tiran en el mismo saco de la mentira para proclamarse incapaces de ofender. Al final, como es evidente, tan solo demuestran su incapacidad para defender el interés público.
Esa defensa da sentido a la labor de la prensa y también a la política. No siempre es posible hacerla entre halagos. José Martí, apóstol de la libertad de Cuba y uno de los espíritus más elevados de Nuestra América, como él la llamaba, no dudó en escribir: “Si hallo un infame al paso mío, dígolo en lengua clara: ahí va un infame”.
El debate político debe elevarse y renunciar a la mentira y a la falsificación, pero jamás puede dar la espalda a las verdades incómodas.