Los jueces penales podrán tomar en cuenta circunstancias sociales, económicas y familiares a la hora de sentenciar a las mujeres sin antecedentes delictivos. La discrecionalidad proporcionada a los tribunales por una reforma recién aprobada en la Asamblea Legislativa llega al punto de permitir la imposición de sanciones inferiores al extremo menor de las penas establecidas. La nueva ley constituye un reconocimiento de realidades sociales insoslayables para hacer justicia.
En todos los estratos sociales, la mujer enfrenta particulares retos y dificultades, pero la pobreza los magnifica hasta el punto de la desesperación. El estado de vulnerabilidad de la mujer pobre, especialmente cuando tiene a cargo el cuidado y manutención de hijos y otros dependientes, no puede ser ignorado a la hora de dictar una sentencia. Tampoco es posible hacer a un lado la violencia de género, a menudo determinante de los delitos cometidos por mujeres.
Muchas van a dar a la cárcel por introducir pequeñas cantidades de sustancias prohibidas en los centros penitenciarios para consumo o tráfico de sus parejas. Los destinatarios de la droga ejercen sobre ellas una influencia descomunal, a menudo producto de la violencia y el engaño. Ese grupo de reclusas ha llegado a representar casi una cuarta parte de la población de la antigua cárcel El Buen Pastor.
Ya en el 2013, la Asamblea Legislativa reformó la ley para moderar las penas en esas situaciones, dada la vulnerabilidad de las sentenciadas y el impacto del encarcelamiento sobre sus familias. La mitad de las detenidas en ese año tenía tres o más hijos, la mayoría eran jefas de hogar, no habían concluido la educación primaria y carecían de ingresos regulares.
El narcotráfico carcelario es un ejemplo inmejorable de los factores que el Congreso pide a los jueces tomar en cuenta cuando sentencian a una mujer. En casi todos los casos confluyen la exclusión social, la violencia de género y la dura carga de mantener a una familia con muy escasos recursos. Pero el tráfico de drogas fuera de los centros penitenciarios también recluta mujeres. En total, las condenas por drogas explican casi el 60 % del encarcelamiento femenino.
El director del Instituto Costarricense sobre Drogas, Guillermo Araya Camacho, no duda al identificar las causas. “Están secuestradas por el fenómeno de las drogas”, afirma. Dependen del ingreso de estupefacientes en los centros penitenciarios o de su distribución en la calle para obtener el dinero requerido para mantener a sus hijos. A veces, están amenazadas, ellas y sus familias, con la posibilidad de sufrir alguna agresión.
La condena de la mujer es una sentencia para la familia y los hijos que, con demasiada frecuencia, también tienen al padre institucionalizado. El encarcelamiento prolongado incrementa la exposición de los niños a factores de riesgo conducentes a futuros roces con la ley. Quizá los partidarios de los castigos severos critiquen la iniciativa aprobada por los diputados, pero resulta difícil negar el efecto de la detención de la madre sobre la reproducción de conductas antisociales en los más jóvenes.
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Si a la medida aprobada por el Congreso se le sumara un acompañamiento especial de las instituciones de apoyo, como el Instituto Mixto de Ayuda Social y el Patronato Nacional de la Infancia, entre otros, el país podría esperar mejores resultados. La captura de una mujer por la comisión de un delito es, con mucha frecuencia, un llamado de atención hacia una situación social desesperada. Identificada la necesidad, es preciso hacer mucho más que dictar sentencia.