Para ser docente, basta con tener un título universitario y pertenecer al colegio profesional, pero solo 6 de las 41 universidades donde se ofrece la carrera de Educación la tienen acreditada. Por su parte, los colegios profesionales no hacen exámenes de incorporación.
A fin de cuentas, el requisito es el título porque de él depende la incorporación y la mala formación de miles de docentes es un hecho comprobado. Se trata del “problema más serio” del sistema educativo, en opinión del ministro Edgar Mora y de varios de sus antecesores.
Por otra parte, la evaluación del desempeño de los educadores, una vez contratados, es ridícula. En el 2016, hubo cuatro maestros inaceptables, 18 insuficientes, 1.308 buenos, 1.349 muy buenos y 60.750 excelentes. A juzgar por esos resultados, las universidades no acreditadas hacen bien en no perder el tiempo requerido para satisfacer los requisitos de certificación. Además, la calidad de la enseñanza debe ser óptima y la única explicación para el mediocre producto reflejado en las pruebas nacionales e internacionales sería la bajísima calidad del alumnado, tanta que no puede ser compensada por la excelencia de los docentes. Ese, lo sabemos bien, no es el caso.
Los aspirantes a un empleo en el Ministerio de Educación (MEP) deben presentar el título y la certificación de pertenencia al colegio profesional a la Dirección General de Servicio Civil, donde los atestados se califican con ponderación del nivel de estudios, la experiencia y los cursos completados, sin importar su relevancia para la materia que el candidato podría impartir.
Ese proceso mecánico de calificación, ayuno de toda comprobación de las verdaderas aptitudes y de la vocación, determina las recomendaciones del Servicio Civil al Ministerio de Educación y, en definitiva, las contrataciones. El sistema data de 1970 y, según el Informe Estado de la Educación, no ha experimentado modificaciones en el medio siglo transcurrido desde entonces.
La educación no puede ser mejor que los encargados de impartirla y si el país sigue resignado a funcionar con un cuerpo docente contratado sin comprobación de habilidades ni verdadera evaluación del desempeño, los resultados no podrán ser diferentes. Las soluciones exigen decisión política y también convencimiento de todos los involucrados.
Las agrupaciones gremiales deben abandonar el doble discurso de denuncia de la mala calidad de muchas universidades, calificadas como “de garaje”, y la defensa a ultranza de sus graduados, una vez admitidos en el gremio por el Ministerio y los sindicatos. La mejor forma de garantizar la calidad de la enseñanza universitaria es la evaluación de sus graduados en el momento de incorporarlos al colegio profesional, cuando se les contrata y, posteriormente, cuando se les confía la formación de los estudiantes.
Los maestros con formación mediocre no se transforman en excelentes por la mera incorporación al colegio profesional o al sindicato, organizaciones que deberían ser las primeras interesadas en promover la excelencia en sus filas, así como el desarrollo continuo de habilidades.
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Por su parte, el MEP debe liberarse de las cómodas cadenas de medio siglo. No basta con estimar el número de educadores necesarios para el siguiente curso y esperar los resultados de las mínimas verificaciones ejecutadas por el Servicio Civil. La reforma profunda del sistema de contratación debe partir del despacho rector, y mientras no se produzca habrá pocas esperanzas de mejora.