Costa Rica goza de 25 créditos internacionales por $4.200 millones y en siete de ellos ha planteado solicitudes de ampliación del plazo. En los últimos nueve años, dice la Contraloría General de la República (CGR), el Estado pagó $35 millones en multas por mal aprovechamiento de los préstamos debido a retrasos en la ejecución de obras y programas.
El ministro de Hacienda, Nogui Acosta, compareció ante la comisión de infraestructura de la Asamblea Legislativa (expediente 23144) para informar del problema, que nada tiene de insólito. Tampoco las soluciones planteadas por el funcionario son novedosas, pero conviene repasarlas porque responden al sentido común que no hemos podido convertir en política permanente.
Para comenzar, el ministro señaló la falta de una cultura de planificación. Una rápida revisión de los proyectos estancados demuestra, en casi todos los casos, la incapacidad de prever las necesidades de diversas etapas de ejecución. Las obras se paralizan por falta de expropiaciones indispensables o en espera del traslado de cables y tuberías necesarios para brindar servicios públicos.
El problema de las expropiaciones no quedó resuelto por la reforma legal promovida a ese efecto y quizá no haya solución mientras las instituciones persistan en plantear los trámites después de iniciadas las obras. En la ruta 32, con tres años de retraso, todavía hay 400 lotes pendientes de finalizar el proceso.
El trámite legal todavía puede ser mejorado, pero mientras no avance la cultura de planificación echada de menos por el ministro, los esfuerzos de reforma no tendrán éxito. Eso lleva a la segunda de sus observaciones. Los estudios de preinversión no se llevan a cabo o son defectuosos. En consecuencia, la ejecución de proyectos se extiende y encarece. Todo resulta en “buenas ideas pero malos proyectos”, según el ministro.
Acosta planteó la posibilidad de cerrar el acceso a nuevos financiamientos a las entidades incapaces de ejecutar en los plazos establecidos. A primera vista, parece una solución lógica, pero descalificaría a buena parte de las entidades encargadas de desarrollar obras vitales con esos créditos. La solución es ser exitosos en la ejecución oportuna y, para ello, sería mejor sancionar a los funcionarios responsables y no a la entidad donde se desempeñan. Sin embargo, eso nunca ocurre.
En manos del Poder Ejecutivo está la solución del lento trámite de permisos; sin embargo, las administraciones vienen y van sin mayores resultados. Acosta también propone sancionar a las empresas que presentan apelaciones improcedentes. En ambos aspectos es posible avanzar, pero son igualmente perjudiciales los defectos incorporados a las licitaciones por funcionarios de las entidades encargadas de redactarlas.
Los errores en la redacción de carteles dan pie a apelaciones justificadas y producen el peor resultado, porque retrotraen el trámite a la etapa inicial. Una apelación sin fundamento, al fin y al cabo, causa una pérdida de tiempo menor, aunque injustificada y merecedora de sanción en los términos expuestos por el ministro.
El costo de tantas omisiones trasciende las multas por ejecución tardía. Ni siquiera se limita a los defectos de la obra final. Los proyectos ejecutados a paso lento tienen el propósito de estimular el desarrollo económico y mejorar la calidad de vida. Vale la pena preguntarse cuánto se ha perdido en estos aspectos debido al retraso en la ampliación de la ruta 32, para citar un solo ejemplo.
La cúspide del desperdicio se alcanza cuando las obras quedan a medio hacer, como sucede con todo tipo de estructuras, desde carreteras hasta represas. El diagnóstico del ministro se ha hecho con anterioridad y las soluciones son obvias. La incapacidad de ejecución parece extenderse a la adopción de remedios tantas veces discutidos.