El pasado jueves, en un intercambio telefónico con su colega francés, Emmanuel Macron, el presidente Vladímir Putin le comunicó que los “objetivos” de su invasión a Ucrania serán cumplidos “no importa lo que suceda”. Al terminar la conversación, Macron fue lapidario: “Lo peor está por venir”.
Por desgracia, así será: las atrocidades cada vez serán más sanguinarias; sin embargo, mucho de eso “peor” ya está sucediendo y, más allá de las flagrantes violaciones rusas a la integridad territorial de un Estado y a los principios más básicos del derecho internacional, tiene un ominoso nombre: crímenes de guerra.
Expuestas sus compulsivas mentiras, enfrentado a la heroica y eficaz resistencia ucraniana, frenado su avance en varios frentes, expuestas las enormes falencias de la masiva maquinaria militar rusa y frustrado por no alcanzar sus propósitos de doblegar al país en pocos días, el autócrata de Moscú ha optado por una estrategia brutal e indiscriminada. Sus efectos contradicen flagrantemente los llamados protocolos de Ginebra, columna vertebral del derecho humanitario internacional, suscritos en 1949, precisamente para proteger a los civiles de las acciones deliberadas de las partes en conflicto y evitar otros tratos inhumanos producto de las confrontaciones militares. Rusia es signataria, pero nada sorprendente, los está quebrantando sin pudor alguno.
Sus bombardeos han ido más allá de los blancos militares o centros logísticos, que se consideran “legítimos” según las llamadas “leyes de la guerra”, para extenderse de forma indiscriminada a los claramente civiles. Escuelas, edificios de apartamentos, oficinas, casas y supermercados se han convertido en blanco de bombas y misiles, nunca vistos desde la Segunda Guerra Mundial. Las llamadas “municiones racimo”, que esparcen su metralla sin control, han hecho aparición en los centros urbanos. Y si bien no existe un conteo oficial y preciso de víctimas, según periodistas y observadores en el terreno, los muertos ascienden a centenares y los heridos son miles. A esto se añade un dramático y desesperado flujo de refugiados, que según las Naciones Unidas supera ya el millón de personas, pero estima que podría llegar a cuatro millones.
Los crímenes de guerra, claramente establecidos en los protocolos de Ginebra, son también parte de las violaciones contempladas por el Estatuto de Roma, base jurídica de la Corte Penal Internacional, establecida en 1998, y que pueden conducir a condenas personales contra los ejecutores. Ni Rusia ni Ucrania se han adherido a este órgano; sin embargo, el gobierno de este último le otorgó jurisdicción antes de que se produjera la invasión. Por esto, el miércoles, a pedido de 39 países miembros, el fiscal general de la Corte, Karim Khan, abrió una investigación inmediata para recopilar pruebas y, finalmente, proceder a formular acusaciones. El proceso no será corto ni tampoco fácil, pero resulta necesario como parte de los esfuerzos para que tan horrendos crímenes y sus responsables mayores no queden impunes.
A lo anterior se une la acción tomada el jueves por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que decidió, con 32 votos a favor, solo 2 en contra (Rusia y Eritrea) y 13 abstenciones, establecer una comisión investigadora de las violaciones cometidas en territorio ucraniano.
Aunque no queda duda alguna de los horrendos crímenes de guerra cometidos y documentados en tiempo real por los teléfonos celulares de los ucranianos, estas investigaciones son fundamentales. No frenarán las atrocidades de Putin, que parece estar intoxicado con su adicción de control a cualquier costo, pero sí lo pondrán en evidencia, aumentarán su aislamiento y, potencialmente, la Corte Penal Internacional podría acusarlo, a él y a sus acartonados generales, por el horror que han causado. Lo peor, sí, aún está por venir, pero es posible que también la rendición de cuentas.