Después de 62 años de progreso en integración económica, concertación política y expansión geográfica, la Unión Europea afronta hoy su primer cuestionamiento estratégico. País por país, en sus 28 miembros, incluido el Reino Unido, concluyen, este domingo, cuatro jornadas para elegir representaciones nacionales al Parlamento Europeo. Estas elecciones apuntan a ser uno de los momentos más críticos desde la creación del proyecto político europeo.
Desde la crisis financiera del 2008, problemas de gobernabilidad y descontento social se han venido acumulando. La deuda externa de los socios del sur, la ola migratoria desatada, el estancamiento económico y las imparables brechas regionales y de equidad se han sumado en un indetenible proceso de desgaste político en casi todos los países miembros. El agotamiento generalizado de credibilidad en los partidos políticos dominantes ha abierto camino a corrientes extremas, nacionalistas y populistas.
Las fuerzas contrarias al establishment quieren descarrilar en estas elecciones el proyecto europeo de su vocación natural de apertura e integración y dar un aciago golpe de timón hacia una Europa desarticulada y localista, con fronteras cerradas en comercio y migración. Las relaciones de fuerza que resulten de las votaciones determinarán la configuración política de la Unión y, con ella, su orientación y capacidad de incidencia en el mundo.
Formado por 751 eurodiputados, en repartición proporcional a las poblaciones de cada nación, el Parlamento Europeo es el único órgano comunitario elegido directamente y, como tal, exclusiva representación de las preocupaciones de la ciudadanía. Aunque no establece la agenda europea ni propone legislación, determina, en cambio, sus órganos de conducción política y la aprobación de legislación comunitaria que deriva en el 60 % de los debates parlamentarios nacionales. Estas elecciones definirán, en momentos de incertidumbre, las relaciones de fuerza y el peso de cada espectro político.
Los eurodiputados son elegidos por cada país, pero se alinean por ideología y forman coaliciones según las directrices de los partidos nacionales. La Unión Europea ha sido, hasta ahora, una construcción consensuada entre la socialdemocracia y la democracia cristiana, que en el Parlamento Europeo han gobernado juntas 40 años. El predominio está a punto de cambiar.
Las elecciones de esta semana son una encrucijada para su futuro. Las fuerzas políticas generadoras de cambios positivos tienen varios años de vacilaciones y ha llegado el momento de pagar. Macron habla de una refundación del proyecto europeo. En Alemania, en cambio, dominan las fuerzas del inmovilismo. Inmerso en esa indecisión, el populismo nacionalista de 11 países busca unificarse en una plataforma disruptiva y es posible que ocupen un tercio de las curules. Sus tendencias centrífugas se ven alimentadas desde afuera por la influencia ideológica de Steve Bannon y una innegable injerencia rusa.
Contrario al sentimiento masivo de identidad comunitaria, su órgano representativo no despierta entusiasmo. De 374 millones de votantes, se prevé que solo 160 millones acudan a las urnas. La cifra de abstencionismo es la mayor debilidad de una Europa articulada y abierta. Acontecimientos en el Viejo Continente y el resto del orbe levantan, sin embargo, el perfil de estos comicios y la participación podría ser más nutrida.
Europa batalla contra sus propios demonios. Divisiones nacionales internas, retroceso democrático y fortalecimiento de autoritarismos se suman a los descontentos sociales. El desgaste mina sus principales corrientes políticas, sin olvidar el impacto desintegrador del brexit. Esa desafiante coyuntura, propiamente europea, se combina con desafíos de más amplio espectro: irreversible degradación ambiental, crecimiento económico constreñido por guerras comerciales, ascenso de China, errático rumbo en la política estadounidense, amagos de guerra en Oriente Próximo y la amenaza de una Rusia empoderada de despotismo.
La Unión Europea ha sido una fuerza de moderación y equilibrio entre las naciones. Su ejemplo de apertura y tolerancia, y sus altos valores democráticos, sociales y ambientales han favorecido agendas humanistas y solidarias. Centroamérica agradece su modelo de integración comercial y sus buenos oficios pacificadores en los turbulentos años 80. Su Acuerdo de Asociación con Centroamérica es plataforma decisiva de nuestro progreso. Por eso y mucho más, el destino de su Parlamento no nos es ajeno. Ojalá la gente despierte y defienda lo que tanto ha costado.