El fraude electoral que se consumó la noche del 28 de julio, tras el cierre de los centros de votación en Venezuela, se ha transformado en un cínico e inaceptable golpe de Estado contra la soberanía popular.
Si hace cuatro semanas el Consejo Nacional Electoral (CNE), instrumento del oficialismo, proclamó el inexistente triunfo de Nicolás Maduro en la contienda presidencial, el jueves su Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), otro engranaje del régimen, emitió una vergonzosa sentencia en la que “certifica de forma inobjetable” el espurio resultado. Además, declaró en “desacato” y “desobediencia” al candidato opositor, Edmundo González Urrutia, quien se impuso por casi el 70 % de los votos, y pidió a la Fiscalía —también carente de independencia— que presente cargos contra quienes publicaron las actas de votación que documentan su triunfo.
El TSJ carece de jurisdicción en materia electoral, por lo cual su decisión es inválida incluso en el contexto de la precaria “legalidad” venezolana. Pero lo más grave no es esta extralimitación de funciones, sino que la “certificación” proclamada carece de bases fácticas que la respalden: al contrario de la oposición, el CNE nunca publicó las actas de resultados mesa por mesa ni ha aceptado una auditoría independiente; tampoco lo hizo el TSJ, que simplemente se refirió al “material electoral peritado” como base para convalidar los resultados divulgados por el órgano electoral. Según estos, Maduro ganó con el 52 % de los votos.
Con esta maniobra, que a nadie sorprendió, el régimen ha revelado de manera abierta y con absoluto descaro su decisión de atrincherarse en el poder sin legitimidad alguna. Por desgracia, augura un período de represión aún más feroz que la desatada desde el 28 de julio, porque solo mediante el ejercicio sistemático y brutal de los controles, las amenazas, el miedo, las represalias y la violencia será capaz de ahogar los reclamos del pueblo. Todos los demócratas, en todas partes del mundo, debemos esforzarnos por impedirlo.
El rechazo en América Latina, Estados Unidos y Europa ha sido inmediato. Los gobiernos cómplices de Bolivia, Cuba, Honduras y Nicaragua, como hicieron desde que se publicaron los fraudulentos resultados, insisten en reconocer el triunfo de Maduro. Más allá, las reacciones han oscilado entre la condena de una mayoría y el silencio calculado o la prudencia extrema de unos pocos.
Apenas minutos después de que el TSJ hiciera el anuncio, Gabriel Boric, presidente socialista chileno, lo calificó como una consolidación del fraude, y añadió: “No hay duda de que estamos frente a una dictadura que falsea elecciones, reprime al que piensa distinto y es indiferente ante el exilio más grande del mundo, solo comparable con el de Siria, producto de una guerra”.
Junto con el de Chile, los gobiernos de Costa Rica, Argentina, Ecuador, Estados Unidos, Guatemala, Paraguay, Perú, República Dominicana y Uruguay ratificaron el viernes su “desconocimiento de la declaración del CNE” y reiteraron que “solo una auditoría imparcial e independiente” de los votos y actas “permitirá garantizar el respeto a la voluntad popular y la democracia en Venezuela”. España ha mantenido una posición similar: no habrá reconocimiento de Maduro si no se publican las actas. Lo mismo ha expresado la Unión Europea.
Incluso el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, rompió su ambigüedad deliberada y declaró que suspenderá cualquier reconocimiento hasta que “se den a conocer las actas”. Brasil y Colombia, que han tratado, infructuosamente, de impulsar negociaciones entre el gobierno y la oposición, no se han manifestado aún (tampoco El Salvador). Ante la oficializada intransigencia del régimen, lo que corresponde es que denuncien y rechacen lo dispuesto por el TSJ, porque es obvio que Maduro y sus operadores los han manipulado para ganar tiempo.
Resulta obvio que, si hasta ahora el oficialismo no ha divulgado las actas ni ha permitido una auditoría imparcial, menos lo hará después del fallo del jueves. Ha llegado el momento de no esperar más o, al menos, poner un plazo en extremo perentorio para la transparencia total. De lo contrario, y sin dilaciones, debe desconocerse el resultado, rechazar la legitimidad de Maduro y dar respaldo directo a González Urrutia como ganador. A esto debe seguir, de inmediato, un apoyo eficaz a la oposición y la imposición de severas medidas sancionatorias contra la dictadura.
Estamos, ni más ni menos, ante un golpe de Estado agravado, porque se ha actuado no solo contra una institucionalidad de por sí en extremo precaria, sino contra el ejercicio de la voluntad popular. Los hechos están de sobra documentados. Hay que actuar en consecuencia.