La marca de homicidios impuesta el año pasado opacó la estadística igualmente trágica de muertes por accidentes de tránsito. Los 517 fallecidos in situ también hicieron historia. Nunca hubo una cifra más alta desde 1994, fecha de los registros más antiguos. A lo largo del 2023, hubo un deceso cada 17 horas por esa causa. Por primera vez superamos 500 muertes en carretera y el año récord del 2022, con 484 fallecidos, quedó muy atrás.
Las muertes en carretera equivalen al 57 % de los 907 homicidios del año y el porcentaje sería significativamente mayor si la estadística no se restringiera a muertes in situ y contemplara, también, los decesos sobrevenidos a consecuencia del siniestro, fuera del lugar donde ocurrió.
Si se añaden como factor las frecuentes lesiones sufridas por los involucrados en accidentes de tránsito, el problema es claramente comparable, desde el punto de vista de la inseguridad y el sufrimiento humano, con la ola de violencia criminal desatada en los últimos años. Transitar por las calles del país implica un creciente riesgo de verse en medio del fuego cruzado, pero también de sufrir un accidente fatal.
Entre los dos fenómenos hay diferencias obvias, pero una de las menos analizadas es el costo y complejidad de combatir cada uno de ellos. El homicidio exige labores de vigilancia e inteligencia para enfrentar a organizaciones cada vez más sofisticadas. El Estado debe invertir en laboratorios forenses, escuchas telefónicas y prolongadas investigaciones. Los cuerpos policiales dedicados a esas labores necesitan entrenamiento y equipamiento específico, sobre todo los integrantes del Organismo de Investigación Judicial.
La lucha contra el homicidio es, asimismo, la lucha contra el narcotráfico, responsable de la mayor parte de la trágica estadística. Es un enemigo con grandes recursos económicos y apoyo internacional. La pobreza y la deserción escolar le ofrecen una cantera permanente de jóvenes tentados por el sicariato.
A diferencia del mantenimiento del orden vehicular, la lucha contra el homicidio no produce ingresos al Estado, salvo los ocasionales decomisos de bienes del narcotráfico. Las infracciones a la ley en este campo no se castigan con multas, sino con penas de prisión cuyo cumplimiento también se transforma en gasto.
Hay, por otra parte, un largo y complejo debate sobre las medidas legislativas necesarias para enfrentar la violencia homicida. No existe consenso y la discusión entre la “mano dura” y los medios más moderados para responder al fenómeno a veces parece irreconciliable.
La vigilancia de las carreteras y la aplicación de la ley de tránsito son, comparativamente, muy baratas y más bien generan ingresos por multas. Aparte de esos réditos, la buena vigilancia de las carreteras ahorraría cientos de millones en atención hospitalaria e incapacidades de los heridos.
No hace falta reformar la ley de tránsito, sino aplicarla. Las multas son suficientemente altas para disuadir del mal comportamiento si hubiera una verdadera probabilidad de sufrirlas. La lucha contra los accidentes tiene la materia legislativa adelantada. Podemos ahorrarnos el debate, salvo algún retoque o perfeccionamiento. No hacen falta grandes recursos de investigación y la capacitación del personal es relativamente sencilla.
No obstante, la Policía de Tránsito se redujo en un 30 % durante la última década, pese al acelerado aumento del parque vehicular. Sus agentes trabajan en paupérrimas condiciones: en tenis, con vehículos dañados y delegaciones precarias, según hemos venido informando en una serie de reportajes. Reducir las muertes en carretera está en nuestras manos si aprendemos a horrorizarnos tanto como con los homicidios y entendemos que el costo de la solución puede ser relativamente bajo.