Es imposible negar el vínculo entre la estridencia irresponsable de un reducido grupo de actores políticos y la creciente violencia contra instituciones y medios de comunicación. El ambiente creado por la retórica desmedida abre espacios a los desequilibrados y a personas empeñadas en desestabilizar el país, sean nacionales o foráneos, porque ninguna hipótesis puede ser descartada.
Las palabras son tan peligrosas como las armas. Basta con repasar la triste historia de la humanidad para encontrar las raíces de uno de sus peores crímenes en la encendida retórica de Adolfo Hitler, cuestionado en todo aspecto, menos en su condición de orador electrizante, capaz de transmitir el odio a las multitudes con la palabra o el gesto, porque también los símbolos importan.
Cuando los nazis quemaban libros de autores judíos, pacifistas, socialistas y otros incompatibles con sus dogmas, volcaban sobre el papel la ira que más adelante desatarían sobre sus víctimas. Quemar el libro del judío es un acto de altísima carga simbólica. En determinadas circunstancias, el adepto o el desequilibrado puede partir de ahí para aceptar la urgencia de lanzar al judío a las llamas.
La quema de la letra impresa, sean libros o periódicos, debe horrorizarnos como acto de barbarie. Ojalá los alemanes la hubieran impedido a tiempo y ojalá los costarricenses la repudiemos oportunamente. Pero otras manifestaciones de odio, expresas o simbólicas, también deben ser erradicadas del debate público. La tarea es urgente y nadie puede eximirse de hacer su parte. Los sectores más encontrados y divergentes de nuestra sociedad están obligados a cerrar filas en el terreno común de la decencia, en ese espacio de lo esencial humano, donde no bromeamos con el Holocausto, ni hacemos alusiones a las cámaras de gas y los campos de concentración, donde seis millones de judíos perdieron la vida sin importar edad, sexo o procedencia.
La Nación tiene por política ignorar los constantes ataques, personales e institucionales, del excandidato presidencial Juan Diego Castro. Volveremos a esa política cuando quede dicho lo que hoy estamos obligados a decir. Contestarle casi nunca vale la pena, pero una reciente intervención suya en Facebook introduce nuevos y peligrosos elementos en la discusión pública. Luego de un rosario de acusaciones e insultos, abiertos y velados, contra medios de comunicación y sus periodistas, incluida, como siempre, La Nación, Castro se detiene para criticar al periódico digital CR Hoy, propiedad de Leonel Baruch, empresario costarricense de fe judía.
“Pero lo peor de lo peor de la ‘mala prensa’ es la ‘cámara de gas´ mediática del perverso banquero Baruch, el campo de concentración del periodismo… CR Hoy”. Más adelante describe a Baruch como “un banquero con una cámara de gas mediática que lanza sus pastillas de cianuro difamador a sus objetivos políticos”.
Miles de judíos costarricenses tienen inserto en la conciencia y en la historia familiar el horrendo sufrimiento del Holocausto. En el cementerio judío, descansan cientos de personas que tuvieron los brazos tatuados con el número asignado en los campos de concentración. Sobrevivieron a la Shoah para entregar su trabajo y talento al desarrollo de nuestro país. Aquí, tuvieron hijos y nietos que tiemblan de indignación y dolor frente a quienes trivializan la tragedia o la invocan para promover el odio.
En el contexto, la alusión a Baruch como “perverso banquero” también es significativa y evocadora. Es preciso denunciarla sin temores ni miramientos, como lo hemos hecho y lo volveremos a hacer cuando don Juan Diego haga algo relevante, por lo general ofensivo en extremo, como este intento de introducir el antisemitismo en la discusión pública. Sus aliados y correligionarios tienen hoy la oportunidad de poner distancia o asumir, con él, esta nueva identidad.