¿Necesita Costa Rica encarcelar a al menos 8.000 inocentes, para citar la cifra admitida por el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, como resultado de su lucha contra las pandillas? ¿Requerimos, quizá, detener hasta 30.000 personas sin culpa según el cálculo, disputado por el gobierno de Bukele, de las organizaciones vigilantes de los derechos humanos?
Es difícil saber si los inocentes detenidos son 30.000, pero no cabe duda de que su número supera 8.000 porque el mismo mandatario lo admite al afirmar: “Ya hemos liberado a 8.000 personas y vamos a liberar al 100 % de los inocentes”. Según las más prestigiosas organizaciones de defensa de los derechos humanos, incluidas Amnistía Internacional y Human Rights Watch, además de las “detenciones indiscriminadas” hay unas 300 muertes bajo custodia estatal desde que Bukele inició su ofensiva contra las pandillas en el 2022.
¿Necesita Costa Rica esa cantidad de muertes con participación del Estado? ¿Es preciso invertir cientos de millones de dólares para emular a El Salvador, cuya tasa de encarcelamiento es la más alta del mundo, con 1.086 presos por cada 100.000 habitantes? ¿Es imprescindible encarcelar a cerca del 2,5 % de la población adulta, que en El Salvador implica más de 90.000 personas?
¿Necesitamos un régimen de excepción para ejecutar arrestos sin orden judicial? ¿Requiere nuestro país el olvido de derechos y garantías básicas para la vida democrática con el fin de frenar la ola de delincuencia y narcotráfico? ¿Estamos dispuestos a permitir la limitación de la libertad de tránsito, la privacidad de las comunicaciones y el derecho a la defensa?
¿Aceptaríamos las detenciones indefinidas sobre la base de rumores, denuncias anónimas y hasta perfiles en las redes sociales sin posibilidad de contactar a un abogado o exigir una audiencia judicial? ¿Existe otro camino para lograr los mismos fines sin renunciar a los valores que nos distinguen en el mundo?
El gobierno de Bukele consiguió reducir drásticamente la criminalidad en El Salvador, hasta el 2022 el país más violento del mundo en ausencia de un conflicto armado. Las detenciones indiscriminadas, las megacárceles y la limitación de los derechos humanos y civiles redujeron la tasa de homicidios a cifras envidiables, pero el costo ha sido enorme.
Muchos salvadoreños tardarán en reconocerlo a plenitud porque poco había más urgente en sus vidas que la reducción de la criminalidad. Las pandillas, un fenómeno con características muy específicas y distintas de las organizaciones delictivas costarricenses, prácticamente gobernaban pueblos y barriadas mediante operaciones de extorsión, narcotráfico y muchos otros delitos. Salir a la calle o dejar a los niños jugar en las plazas implicaba graves riesgos. El cambio creado por las políticas del gobierno representó, para grandes capas de la población, una liberación.
Pero el autoritarismo no es la única vía para recuperar el terreno perdido ante la delincuencia. Costa Rica lo demostró durante el gobierno de Laura Chinchilla cuando un conjunto de políticas inteligentes redujo en una tercera parte la tasa de homicidios sin necesidad de un ejército, como el salvadoreño, ni lesión a los derechos humanos y las garantías individuales. Otros países y regiones han logrado resultados similares.
La situación costarricense no se parece en nada a la de El Salvador, pero podría llegar a parecerse si el gobierno renuncia a desplegar los esfuerzos requeridos para enfrentar la creciente ola de delincuencia en el marco de la institucionalidad democrática. Es preciso fortalecer el sistema penitenciario, pero no construir enormes encierros desligados de cualquier preocupación por la dignidad humana. Es necesario reformar leyes, pero no condenarlas a la inoperancia mediante perpetuos estados de excepción. Debemos financiar y equipar mejor a los cuerpos policiales, no crear un ejército. La jurisdicción penal debe ser más ágil, no sometida a los deseos del gobierno. Sobre todo, no necesitamos una autocracia ni escuchar consejos de quienes la practican.