Se le atribuye al ingenio del expresidente Ricardo Jiménez la afirmación de que el mejor ministro de Hacienda es una buena cosecha de café. La frase destacaba la importancia del grano de oro en aquellos tiempos, pero, vista con detenimiento, también reconoce el papel determinante del encargado de las finanzas públicas.
El ministro de Hacienda, en cualquier administración, compite en importancia con la más decisiva fuente de riqueza durante buena parte del siglo pasado. Sus responsabilidades son enormes, tanto como la complejidad de sus tareas. Por eso, el salario asignado a quien ejerce esas funciones es buen parámetro para medir la remuneración de otros empleados públicos. Así se explica nuestro titular del 22 de octubre: “Veinticuatro alcaldes ganan mucho más que el ministro de Hacienda”.
La comparación pone de manifiesto el grosero desequilibrio entre las remuneraciones del régimen municipal y las del resto del aparato estatal, no solo el Ministerio de Hacienda. La desproporción no se limita al salario de los alcaldes. Los regidores de Escazú, con sus ¢306.000 por sesión y hasta ¢2,1 millones mensuales, ganan dietas muy superiores a las de los directivos de los grandes bancos estatales, nombrados después de verificar el cumplimiento de una amplia lista de requisitos para conducir instituciones con activos muy superiores.
En el caso de los alcaldes, administradores de planes de gasto hasta 2.200 veces más reducidos que el presupuesto nacional y con repercusiones mucho más limitadas, ganan hasta ¢5,7 millones mientras el ministro de Hacienda tiene un salario bruto de ¢3,9 millones mensuales. Para completar la comparación, basta con decir que el alcalde de Talamanca obtiene el salario citado por administrar una municipalidad con ¢5.757 millones de presupuesto.
Las distorsiones también se dan en lo interno del régimen municipal. Los alcaldes de Matina y San José ganan lo mismo, pero el primero maneja un presupuesto de ¢7.158 millones mientras del segundo dependen ¢90.000 millones en gastos. Los salarios de la actualidad obedecen a un tope fijado por la reforma fiscal del presidente Carlos Alvarado en el 2018.
Antes de la vigencia del tope, la distorsión salarial equiparaba al alcalde de San José con el de Madrid, una de las grandes ciudades de Europa. Si ese dato resulta sorprendente, no hay forma de encontrar proporción en las remuneraciones del gobernante local de Limón, casi tan cuantiosas como las del madrileño, con la diferencia obvia entre la atención de 100.000 habitantes y la de 3,2 millones en la capital de un país mucho más rico.
Todavía hoy, con el tope salarial vigente, la proporción entre responsabilidades e ingresos es cuestionable si se comparan los presupuestos, las poblaciones, los ingresos per cápita de la gente o los de las municipalidades, y, en general, la complejidad de las funciones, sobre todo si la comparación se hace con Limón.
Pero los salarios de los alcaldes nacionales no dependen de ningún criterio de proporcionalidad. El artículo 20 del Código Municipal contiene un criterio de esa naturaleza, pero es inaplicable por desfasado. Se trata de una tabla para fijar el salario según el tamaño del presupuesto. Con ese método de fijación, todos los alcaldes ganarían ¢450.000 mensuales debido a la desactualización de la tabla.
En consecuencia, se echa mano del segundo método contemplado por el Código Municipal: “Los alcaldes no devengarán menos del salario máximo pagado por la municipalidad, más un 10 %“. El salario de los alcaldes queda así desvinculado de todo criterio de proporcionalidad y su único referente es el ingreso del empleado mejor remunerado del propio gobierno local. De esta forma, el alcalde de Talamanca tiene la buena fortuna de laborar en un concejo cuyo contador, después de muchos años y pluses, gana ¢5,1 millones. Ese, más el 10 %, es el salario del alcalde en una de las municipalidades más pobres y menos pobladas del país, sin importar otros parámetros de comparación. El contador es, para el alcalde, lo que antaño fue para el país una buena cosecha de café.