Nada ha cambiado con la burda farsa electoral escenificada en Nicaragua el pasado domingo. Pero mucho está cambiando, y podrá cambiar más, a partir de ahora.
Lo que no ha cambiado es determinante. La naturaleza del régimen es la misma: un tinglado dinástico, clientelista y dictatorial, que ha puesto los intereses de la familia gobernante, sus acólitos y algunos aliados en otros ámbitos políticos y empresariales por encima del bienestar del pueblo, que padece condiciones paupérrimas. Aún el principal sostén es la captura total de las instituciones —Congreso, Poder Judicial, Consejo Electoral, Contraloría, Policía y Fuerzas Armadas— por parte de la cúpula cleptosandinista y el uso de los controles y la represión en contra de sus opositores y sectores independientes.
Las cárceles encierran a casi 200 presos políticos. El colapso del sistema de salud no puede ocultarse, a pesar de los intentos por hacerlo. El rechazo ciudadano, medido por encuestas, porque las urnas fueron tomadas, está en su punto más alto. A la vez, el afán de poder de Daniel Ortega, Rosario Murillo (esposa, vicepresidenta y sucesora declarada) y sus cómplices no ha cesado, más bien, es una adicción profunda de la que ni quieren ni pueden separarse, y que los ha conducido a extremos inauditos.
Todo lo anterior se mantiene, y las simuladas elecciones del pasado domingo, opacas, falsas e ilegítimas, en nada han modificado la situación prevaleciente. Pero, a la vez, ese mismo proceso está generando cambios.
El más importante es interno: lejos de relegitimar el sainete dominguero, rodeado de enormes matices trágicos, ha vaciado totalmente todo reclamo de representatividad frente al pueblo. La máscara del dictador terminó de deshacerse y ha quedado totalmente al desnudo como es: un gobernante aislado, insensible, inepto y cruel. La muestra más clara de esta condición acentuada la ofreció el lunes. En su discurso de la «victoria», valiéndose de una frase del expresidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, quien llamó al entonces dictador Anastasio Somoza García «nuestro hijo de perra», empleó el mismo calificativo a conciudadanos encarcelados arbitrariamente. En la abultada lista de perversiones retóricas que abundan entre los dictadores latinoamericanos, pocas han alcanzado un grado tan elevado como esta.
Ortega está ahora más aislado que nunca, no solo de su pueblo, sino del mundo. Las elecciones han sido desconocidas, censuradas o rechazadas por gran cantidad de países y organizaciones internacionales. Costa Rica ha estado a la vanguardia de esa ola, que también alcanza a la Unión Europea, Estados Unidos, Chile y la Organización de los Estados Americanos (OEA), entre muchos otros actores.
La cobertura diplomática que, más allá de sus aliados ideológicos —Cuba, Venezuela, Bolivia, Rusia y China— aún podía encontrar en países como Argentina y México, también se verá afectada. Y, si bien no parecen existir condiciones para que Nicaragua sea suspendida de la OEA, su posición en ese organismo llega, a partir de ahora, a su punto más débil.
Las sanciones contra el régimen y sus personeros se harán más enérgicas, tanto desde la parte estadounidense como desde la europea. Hasta dónde llegarán y cómo podrán impactar es algo que está por verse y que, sin duda, será modulado con gran cuidado para evitar daños serios a las condiciones de vida de los nicaragüenses, que generen una crisis humanitaria. Pero su acentuación está en marcha y debilitará la capacidad de maniobra económica de la dictadura y sus artífices. Al mismo tiempo, las posibilidades de atraer inversiones o turismo se tornarán mucho más difíciles.
La gran pregunta es cómo afectará lo anterior la existencia de la dictadura. Hasta ahora, Ortega ha dado muestras de gran astucia para seguir donde está. Es posible, por ejemplo, que convoque un «diálogo» con interlocutores mediatizados; incluso, que libere algunos presos políticos que ya no lo amenacen, todo para simular cierta apertura. Es posible también que trate de reconstruir su alianza inconfesable con sectores del gran capital, para que la economía no se descalabre. Nada de esto debe ser tomado como muestra de flexibilidad o disposición de enmienda.
Lo que realmente se necesita, el cambio mayor por el que se debe presionar, es la liberación de todos los presos políticos, la restitución de las libertades ciudadanas y los derechos civiles y políticos, la anulación de la legislación represiva aprobada en el 2020 y la convocatoria, a corto plazo, de nuevas elecciones, con un consejo electoral independiente, apertura a todos los partidos y estricta supervisión internacional. Ortega hará todo lo posible por impedirlo. Los demócratas, dentro y fuera de Nicaragua, debemos hacer todo lo posible por lograrlo.