Pasó el diálogo y conocemos sus resultados. Ahora, la pregunta es si el gobierno está decidido a negociar un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y, en ese caso, con cuáles planteamientos se presentará ante el organismo financiero multilateral.
Las respuestas dirán mucho sobre las intenciones oficiales y la verdadera naturaleza de los acuerdos.
El diálogo fue convocado para consensuar los elementos de una propuesta de negociación con el FMI después de fracasado el planteamiento inicial, publicado en setiembre y rechazado por el desequilibrio entre las notables medidas para procurar ingresos y los escasos ajustes del gasto.
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Evaluado por ese objetivo, el fracaso del diálogo está claro. Las propuestas aptas para crear un programa viable son pocas y poco significativas en relación con el desequilibrio financiero nacional.
Salvo un cambio de política, el FMI suele descartar las medidas no parametrizadas, como tantos castillos en el aire incorporados a la lista de acuerdos del diálogo promovido por el gobierno.
A fin de cuentas, le interesa asegurar la sostenibilidad de la deuda costarricense en el tiempo, con el 2034 como fecha límite para alcanzar una relación del 50 % entre el endeudamiento y el producto interno bruto.
Para lograr ese resultado, es necesario adoptar medidas cuantitativas para reducir el déficit y medidas estructurales para garantizar la paulatina y constante progresión hacia la meta.
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Las medidas cuantitativas producto del diálogo son escasas, pero la principal falencia está en la ausencia de reformas estructurales. Entre el impuesto a la lotería, Hacienda digital y renta global ascienden al 0,72 % del PIB si confiamos en la estimación final del diálogo para el programa de modernización hacendaria, originalmente calculado en un 0,25 % por el propio gobierno.
A eso deberíamos sumar un 0,08 % cada cuatro años por concepto de recorte de la deuda política. ¡No da ni para la masa del perico!
Es riesgoso confiar en que el FMI le reconocerá carácter estructural al recorte presupuestario del año entrante y su efecto sobre el plan de gastos del 2022. Esta última reducción es consecuencia de la Ley 9635, aprobada en el 2018. Esgrimirla ahora ante el FMI como ajuste estructural es arriesgar el rechazo por su falta de novedad.
La ley ya existía y solo la estaríamos aplicando. No hay cambio ni ajuste relacionado con el más reciente deterioro de las finanzas públicas.
Así se agota el inventario de medidas estructurales y las que tendrían alguna posibilidad de ser consideradas como tales. Se impone, pues, preguntar de nuevo: ¿Cuáles son los componentes de la propuesta para el convenio con el FMI ahora que el diálogo no los proveyó?
La respuesta urge, como se hace evidente por la impaciencia reinante entre los diputados de oposición. «Es fundamental que el gobierno comprenda que ya no hay tiempo y las soluciones deben proponerse de manera clara, oportuna y comprensible. Deben ser medidas que otorguen sostenibilidad en el tiempo y no solo con miras a corto plazo. Deben ser estructurales, además de los inevitables recortes del gasto público.
Su integralidad debe ir revirtiendo la situación fiscal y evitar que trascienda al resto de la economía y la vida social, ya de por sí golpeada por la pandemia», dice la liberacionista Ana Lucía Delgado.
El gobierno cuenta con la aprobación de empréstitos para seguir tendiendo puentes hacia el 2022, pero en el Congreso no parece haber ánimo para complacerlo.
Ningún partido con vocación de ejercer el poder puede dejar de exigir ajustes verdaderos porque, si no los hay, el legado de Carlos Alvarado será peor que el recibido por él de Luis Guillermo Solís.