La democracia peruana, frágil, inestable y llena de disfuncionalidades, ha concluido con éxito una de sus más difíciles pruebas. A partir de ahora deberá enfrentar otra, porque está por verse si este desenlace se traducirá en un gobierno estable, razonable, responsable y respetuoso de la misma institucionalidad que dio vía a su mandato, o si sucumbirá a la demagogia, la impericia, los enfrentamientos, los dogmas ideológicos y la intolerancia circundantes.
El 6 de junio Pedro Castillo, dirigente sindical del magisterio, con retórica de izquierda dura, mensajes populistas y nula experiencia de gobierno, se impuso en una reñida segunda vuelta electoral a la conservadora Keiko Fujimori, hija del autócrata Alberto Fujimori, acusada por corrupción y ayuna de escrúpulos políticos.
Con apenas 44.263 votos de diferencia a favor de Castillo, tan pronto se dio a conocer el resultado, Fujimori denunció fraude y emprendió gestiones para anular las votaciones en varias mesas y, así, posiblemente, inclinar el resultado a su favor.
A partir de entonces se generó un período de enorme tensión que, sin embargo, no desembocó en violencia gracias a la contención de ambos políticos.
La rectitud del proceso había sido resaltada por todos los observadores internacionales: de la Unión Europea, Estados Unidos y la Organización de los Estados Americanos. Lo mismo había asegurado la Junta Nacional Electoral que, sin embargo, decidió procesar las impugnaciones presentadas. Concluido ese examen, ratificó el resultado, y el pasado lunes declaró a Castillo presidente electo de Perú. Tomará posesión el próximo miércoles. Su contendiente reconoció el resultado, aunque declaró ilegítima la proclamación.
Lo que suceda después es una gran interrogante. En el pasado, Castillo no ha ocultado su izquierdismo radical. Durante la campaña amenazó con nacionalizaciones y hoy por hoy insiste en convocar una constituyente. Vladimir Cerrón, vicepresidente y principal líder de Perú Libre, el partido que lo llevó al poder, es un marxista confeso, admirador de los regímenes de Cuba, Venezuela y Nicaragua, y vinculado con sectores afines al desaparecido movimiento terrorista Sendero Luminoso.
Luego de las elecciones, la retórica del hoy presidente electo se moderó, se rodeó de economistas de centroizquierda, garantizó la independencia del Banco Central y aseguró que respetaría las instituciones; sin embargo, no se ha distanciado explícitamente de su compañero de fórmula y ha insistido en una nueva Constitución.
Su capacidad para impulsar una agenda radical es muy limitada. Perú Libre apenas cuenta con 37 de los 130 diputados que componen el fragmentado Congreso peruano. Por esto, deberá ser muy cuidadoso en sus propuestas y tener gran habilidad negociadora. De lo contrario, su gobierno, en el mejor de los casos, podría entrar en la parálisis; en el peor, originar una enorme inestabilidad que termine en su destitución, algo que ya ha ocurrido por decisión legislativa en varias ocasiones previas.
Lo ideal sería que tanto el nuevo gobernante como su partido y todos los sectores de oposición renuncien a los extremos, la confrontación y la defensa de intereses estrechos, y concertaran acuerdos mínimos que infundieran tranquilidad, reactiven la economía y aborden seriamente los problemas de exclusión, pobreza y desigualdad que aquejan al país.
No olvidemos que si dos candidatos con tan dudosos antecedentes, representantes de los polos del espectro político, lograron pasar a la segunda ronda electoral, fue por la enorme dispersión en la primera: además de ellos, hubo 16 candidatos que se anularon entre sí. Y esta dispersión, casi endémica, ha sido impulsada por la corrupción de muchas élites, la debilidad de los partidos y el desencanto del electorado. Son desafíos que también deben ser asumidos.
Pasada la primera gran prueba, con el reconocimiento de los resultados electorales, falta la segunda, y mucho más prolongada: un gobierno realmente democrático, funcional y transparente. No es algo que, por ahora, sea posible garantizar.