Los escándalos generados por el caso del cemento chino conmovieron al Poder Judicial y culminaron con cambios en la Fiscalía, la presidencia de la Corte y la Sala Tercera, encargada de la materia penal. El mismo torbellino desató un fuerte impulso reformista, cuya primera señal de vida fue la creación de comisiones dedicadas a los asuntos de revisión más urgente.
El proceso comenzó en setiembre del 2017 y los primeros resultados fueron prometidos para el primer semestre del 2018. A los ciudadanos se les invitó a asistir a las reuniones o a enviar sugerencias por Internet. Las comisiones produjeron documentos con conclusiones y proyectos, pero nada ha pasado.
Con la urgencia del momento se disiparon también las buenas intenciones. No se trata de adoptar, sin más, los planteamientos de las comisiones, pero sí de mantener viva la discusión para no verse en la necesidad de retomarla con el siguiente escándalo. Tampoco se trata de discutir a perpetuidad. En un temario tan amplio como el propuesto en aquel momento, hay medidas concretas de urgente adopción.
Las comisiones de trabajo estudiaron la posibilidad de reformar los procedimientos para elegir magistrados, el régimen disciplinario y los protocolos de conductas de los servidores judiciales, reformas al proceso penal, evaluación de desempeño y mecanismos de diálogo con la sociedad civil, reforma a la carrera judicial y restablecimiento de la carrera fiscal. Entre todos esos asuntos, solo en el último hubo cambios concretos.
La reforma más importante, referida al gobierno y administración del Poder Judicial, nunca se produjo. La eterna crítica a la concentración del poder y las decisiones en la Corte Plena, con demérito de su capacidad para ejercer la dirección general de la política judicial, es tan válida hoy como en cualquier momento antes del escándalo.
Los magistrados siguen a cargo de nombrar jueces superiores (y tienen un serio rezago en esa materia). Designan a otros mandos del Poder Judicial y se encargan de efectuar procedimientos disciplinarios, y hasta deciden sobre algunas adquisiciones. En palabras del Tercer informe estado de la justicia, la poca desconcentración de las tareas administrativas dificulta avanzar en materias sustantivas. En el 2018, durante la elaboración del segundo informe, los estudiosos encontraron que solo 10 de los 95 temas activos ese año eran sustanciales o estratégicos.
La concentración de funciones no es casual. Cada una confiere a los magistrados una cuota de poder y, en su mayoría, no se han mostrado dispuestos a desprenderse de ella. Lo dicho es particularmente cierto en materia de nombramientos. Designar a los miembros del Consejo Superior del Poder Judicial, al director del Organismo de Investigación Judicial, al fiscal general, al Tribunal de la Inspección Judicial y a los integrantes de los tribunales colegiados confiere influencia y prestigio.
Pero esas funciones son, además de distractores de la función esencial, cuchillos de doble filo. Entre los escándalos que han conmovido al Poder Judicial hay varios con raíces en el desempeño de funciones administrativas o en relaciones derivadas de esas tareas. La Corte haría bien en desembarazarse de esas ocupaciones para dedicar su tiempo a lo que el país realmente espera de sus magistrados.
En cualquier caso, acomodarse a las condiciones creadas por el paso del tiempo y permitir el desvanecimiento de los propósitos de enmienda expresados al calor de las difíciles circunstancias del 2017 es un acto de miopía. Eso quedará claro cuando estalle el próximo escándalo.