Todavía no sabemos si el 2020, además de su pandemia y otros males, empatará o superará al 2016 para ubicarse como el año más caliente jamás registrado. Nunca hubo un noviembre más caliente, pero el mes decisivo será diciembre. El margen será pequeño y a fin de cuentas no importa el resultado, la tendencia es inequívoca y alarmante. El planeta se sigue calentando a ritmo acelerado, no importa quienes se empeñen en negarlo.
Las altas temperaturas de este año se produjeron no obstante la presencia del fenómeno de La Niña, causante de temperaturas más bajas en las aguas superficiales de grandes extensiones del Pacífico tropical. Ese cambio tiene, en general, un efecto de enfriamiento que este año no bastó para contrarrestar la tendencia al calentamiento.
Los científicos no descalifican la influencia de muchos otros factores sobre el clima, pero señalan, con creciente seguridad, las repercusiones de los gases de efecto invernadero emitidos por actividades humanas. Como el efecto se intensifica con cada año de emisión de gases, no debe sorprendernos el establecimiento de nuevas marcas, aun en presencia de fenómenos como La Niña.
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Si el 2020 está en disputa con el 2016 por la dudosa distinción de ser el año más caliente, su temporada de huracanes ya se colocó de primera en la historia. Ha habido 30 tormentas merecedoras de un nombre y 13 de ellas fueron huracanes. El año más activo hasta ahora era el 2005, con 28 tormentas nombradas, de las cuales 15 fueron huracanes. Los efectos se hicieron sentir con fuerza en nuestra región del mundo, con graves daños, especialmente en Nicaragua, Honduras y Guatemala.
En Costa Rica, solo el huracán Eta dañó más de ¢9.000 millones en infraestructura. El país arrastra una abultada agenda de reparaciones necesarias para contrarrestar los efectos del clima en los últimos años, pero el dinero no alcanza. Peor es la situación de naciones más pobres y golpeadas, como Honduras, donde el daño de esta temporada de tormentas no podrá ser encarado sin cooperación internacional.
La tragedia del cambio climático se vive de distintas formas en diversas regiones del planeta. Los países nórdicos se han visto en el extraño predicamento de solicitar asesoría a España e Italia sobre el combate de los incendios forestales, hasta hace poco, raros en los húmedos y fríos bosques del norte. Un fenómeno parecido se presenta en el Atlántico costarricense, donde los bomberos rara vez atendían incendios en la floresta.
Más al norte, importantes ciudades costeras sufren desacostumbradas inundaciones, en muchos casos, sin previa advertencia y en días soleados. El aumento del nivel del mar explica el fenómeno como también el avance de las aguas en el litoral costarricense, especialmente en el Atlántico.
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El Ártico ya no retiene su capa de hielo y en el 2020 la cobertura de las aguas congeladas fue la segunda más reducida en un mes de noviembre desde 1979, cuando la zona comenzó a ser observada mediante satélites. Los científicos temen el derretimiento más rápido de la delgada capa de hielo cuando lleguen la primavera y el verano. La región experimenta un calentamiento superior al de otras partes del planeta y contribuye significativamente al aumento en el nivel del mar.
Nada escapa al cambio climático y países como el nuestro deben intensificar su militancia en favor de medidas más ambiciosas para combatirlo. Cada año y cada temporada de nuevas marcas mundiales y regionales es un récord de sufrimiento y un paso más en la ruta hacia los daños irreversibles. Se nos está pasando la oportunidad de dar la media vuelta.