Cuatro años y medio después de que el electorado del Reino Unido decidiera en referendo, por estrecha mayoría, abandonar la Unión Europea (UE), al fin ambas partes lograron un acuerdo para conducir sus relaciones comerciales —y, en menor medida, jurídicas y políticas— a partir de este 1°. de enero. Aunque parcial e imperfecto, el documento concertado, de 2.000 páginas, constituye un alivio ante la alternativa posible: un divorcio total, con enormes perjuicios para todos, en particular para los británicos.
Estamos ante el fin negociado de una ruptura que pudo ser más traumática, pero está lejos del ideal. El teatral entusiasmo soberanista proyectado, el 24 de diciembre, por el primer ministro Boris Johnson, al hacer el anuncio en Londres, solo se explica por razones de política interna, porque su país será el principal perdedor. Mucho más realista fue la prudencia expresada en Bruselas, esa misma noche, por Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, quien se refirió a «un dulce pesar».
Lo que queda ahora es centrarse en desarrollar la nueva relación de la mejor manera posible, entre dos entidades políticas que se mantendrán como estrechos aliados. El Reino Unido se ha separado de la UE, pero no de Europa. No nos referimos solo a la geografía, que puede ser destino, sino, sobre todo, a los grandes intereses comunes de las dos partes alrededor no solo del comercio y el desarrollo, sino también de la democracia, el Estado de derecho, la estabilidad internacional, el respeto a la dignidad humana, la investigación y la seguridad compartida. Son valores que, para su proyección más eficaz, requieren de permanente cooperación. Todo indica que se mantendrá, aunque de forma menos fluida.
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El acuerdo dista mucho de ser un tratado pleno de libre comercio que reemplace al mercado único y la unión aduanera de la que saldrá Londres. Se refiere, esencialmente, a facilitar el intercambio de productos, que estará liberado casi en su totalidad, un indudable logro para el gobierno británico. Sin embargo, sus ciudadanos perderán la libertad total de movimiento y trabajo en los países de la UE, y quedarán fuera de los esquemas unionistas para el intercambio estudiantil. Además, es muy poco lo que se ha definido, y mucho lo que resta por negociar, alrededor de los servicios, el sector económico más robusto y dinámico del Reino Unido.
Es decir, los ámbitos de incertidumbre aún son muchos, e incluso donde existe certeza sobre las nuevas reglas, el reducido período para ponerlas en vigencia generará disrupciones inmediatas para los negocios de la isla y el continente.
La recta final de las negociaciones estuvo severamente comprometida por las dificultades de converger alrededor de tres factores: regulaciones que afectaran la competencia, pesca y solución de disputas. En todas ellas se lograron acuerdos. El documento dispone que un árbitro independiente decidirá si un eventual distanciamiento en las disposiciones regulatorias de las partes justificará el establecimiento de tarifas compensatorias. Los pescadores de la UE mantendrán su acceso a las aguas británicas por cinco años, aunque con una reducción del 25% en volumen; luego, se requerirán nuevas negociaciones. La Corte Europea de Justicia solo tendrá jurisdicción para interpretar la legislación de la Unión, pero no para resolver disputas, lo que estará a cargo de un nuevo mecanismo.
En síntesis, fue una negociación que, a pesar de las posturas extremas de las partes, en particular el gobierno británico, durante su transcurso, derivó en un acuerdo maduro y razonable. Por esto puede definirse como un alivio. Y aunque su saldo definitivo está por verse y tardará mucho en revelarse, al menos será posible que el Reino Unido y la Unión Europea superen una difícil etapa y puedan construir hacia futuro, a partir de una nueva relación.