En junio del 2017, durante su primera presidencia, Donald Trump sorprendió a su homólogo panameño, Juan Carlos Varela, de visita en la Casa Blanca, al espetarle que la “entrega” del canal a su país había sido un “trato terrible” para Estados Unidos, y añadió: “Deberíamos recuperar esa cosa”. Varela tuvo el tacto de desviar la conversación hacia otro tema y logró superar el mal momento. La anécdota fue revelada tiempo después por John Feeley, quien en enero del 2018 renunció a su cargo de embajador estadounidense en Panamá por “diferencias irreconciliables” con su jefe.
A pocas semanas de comenzar su segundo período presidencial, la peligrosa obsesión es reiterada pública y explícitamente por Trump, con clara ignorancia, inaceptable desdén histórico, enorme crudeza, burdas amenazas, innecesaria imprudencia e intolerable irrespeto por la soberanía de Panamá. El rechazo firme y sereno de su presidente, Raúl Mulino, de amplios sectores nacionales y de varias cancillerías latinoamericanas no se hizo esperar, como corresponde en estos casos. Merece el apoyo de toda persona y gobierno respetuosos del derecho internacional.
La nueva arremetida comenzó el fin de semana previo a la Navidad. Tanto en su red Truth Social como ante miles de partidarios, reunidos en Phoenix, Arizona, en la conferencia conservadora Turning Point (Momento decisivo), el presidente electo calificó de “ridículas” y “altamente injustas” las tarifas establecidas por transitar el canal. Las definió como una “completa estafa” a su país que “cesará de inmediato”. De lo contrario, añadió: “Demandaremos que el canal de Panamá sea devuelto a Estados Unidos”. Además, puso en duda la capacidad panameña de operar la vía de manera “segura, eficiente y confiable”, y denunció el inexistente peligro de que China llegue a controlarlo.
De la obsesión pasó al delirio cuando, el 25 de diciembre, utilizó de nuevo su red social para desear feliz Navidad “a todos, incluidos los maravillosos soldados de China, que operan amorosa, pero ilegalmente, el canal de Panamá”, donde perdieron “38.000 personas en su construcción hace 110 años” y se aseguraron de que siempre Estados Unidos pusiera “miles de millones de dólares en dinero para ‘reparaciones’”.
La realidad es muy distinta a los desplantes. El proceso de construcción del canal, iniciado fallidamente por Francia y conducido con éxito por Estados Unidos entre 1904 y 1914, se estima que cobró la vida de, cuando menos, 30.000 personas, principalmente debido a los estragos de la malaria. Sin embargo, la inmensa mayoría eran trabajadores de las Antillas. Los estadounidenses fallecidos no llegaron a 400.
En 1977, luego de intensas negociaciones, los presidentes Jimmy Carter y Omar Torrijos firmaron los tratados que, primero, devolvieron la soberanía de la Zona del Canal a Panamá y, el 31 de diciembre de 1999, su manejo a una autoridad panameña competente e independiente, aislada de manoseos políticos o financieros, que lo ha gestionado con eficacia, transparencia y neutralidad, tal como fue establecido en esos acuerdos.
Las tarifas se fijan mediante un sistema objetivo en sus parámetros y claro en su aplicación. Y China, su segundo usuario más importante después de Estados Unidos, no tiene ninguna intervención en nada de lo anterior, porque una cosa es la vía y otra, dos puertos que, tras un proceso competitivo, operan sendas compañías de Hong Kong.
Ignorar o mentir sobre los hechos y la historia, echar a un lado los compromisos suscritos mediante tratados jurídicamente vinculantes y desconocer la soberanía de un Estado sobre su territorio nacional son puntos de partida inaceptables. Algo similar ocurre con los amagos de Trump de “comprar” Groenlandia, territorio danés autónomo, o convertir a Canadá en el estado 51 de la Unión. Peor aún es utilizar esas distorsiones para enarbolar amenazas contra la integridad de un país que, como Panamá, está entre los aliados más confiables de Estados Unidos.
Todo esto no debe verse como una simple bravuconada pasajera. Por desgracia, es una forma de abordar las relaciones internacionales con arbitrariedad, desplantes y el uso de presiones —que en este caso pueden ser diplomáticas, comerciales o financieras— para imponer voluntades improcedentes. De ahí la justificada alarma y la alerta sobre lo que podría implicar tanto para Panamá como para otros aliados.